
Artículo en respuesta al pronunciamiento firmado por Joumana Zaglul y 232 familias o personas más, y publicado en la sección de Opinión de La Nación, este lunes 15 de setiembre.
Han pasado 709 días, repiten con solemnidad, como si el mundo entero hubiera empezado a girar alrededor de esa cifra y de esa única tragedia. Y mientras la cuentan con dedos de relojero y voz de doliente, omiten contabilizar el 7 de octubre; esconden los otros días, los que se amontonan en túneles sin aire y en donde las víctimas israelíes llevan el mismo tiempo enterradas vivas, arrancadas de sus casas por hombres armados que creen que la vida es botín de guerra. Esos días no se escriben en las columnas ni se pronuncian en las aulas, porque al parecer el dolor también tiene pasaporte.
Costa Rica, dicen, nos regaló la paz. Y yo lo creo. Pero cuando se usa esa paz para repartir abrazos selectivos, la paz se convierte en moneda de cambio. Se abraza al niño palestino con nobleza –que merece todo abrazo–, pero se deja fuera de la foto al niño israelí asesinado en su cama, al ucraniano que muere bajo una lluvia de misiles rusos, al somalí que carga un fusil en lugar de un cuaderno. Como si existiese un mercader de lágrimas que valora unas más que otras.
El artículo publicado se presenta como un coro de padres y madres de estudiantes. Hermosa máscara. Pero la primera lección de cualquier escuela es que la empatía no discrimina. ¿Qué enseñanza reciben los estudiantes cuando se les dice que unas muertes merecen artículos solemnes y otras, apenas un pie de página en la conciencia?
Hablan de genocidio como quien pronuncia una palabra de feria. Ningún tribunal lo ha declarado, pero ya lo repiten con la fe de quien cree que basta gritarlo para que se vuelva verdad (miente, miente, miente que algo queda). Y mientras tanto, callan que Hamás inició esta guerra un 7 de octubre, que ese día les robó la vida a 1.200 inocentes, muchos de ellos niños, que aún hoy dispara desde hospitales, desvía la comida de sus propios ciudadanos y esconde misiles entre pupitres. Ese detalle no sirve para el poema, y el poema necesita enemigos claros, no verdades incómodas.
Las cifras llueven como relámpagos: un niño muerto cada 45 minutos en Gaza. Impactante, sí. Pero no se dice que Hamás los usa como escudos humanos o que no tienen la costumbre de sumar con balanza justa. Y se oculta que en Ucrania, según Unicef, casi 2.000 niños han muerto desde la invasión rusa, o que en Somalia, miles fueron asesinados, secuestrados o reclutados para la guerra. Esas estadísticas no aparecen en las pancartas porque no rinden en la liturgia del selectivismo.
Como el libelo de sangre contra los judíos de la Edad Media, hoy dicen, sin respaldo alguno distinto a una leyenda urbana, que hay niños operados sin anestesia y que hay francotiradores apuntando a cráneos pequeños. Y si fuera cierto, merecería la condena más feroz y yo mismo sería el primero en denunciarla. Pero, ¿por qué no decir también que hay israelíes que duermen cada noche bajo tierra, que hay familias que cuentan los cohetes en lugar de las estrellas, que hay madres que siguen guardando la cuna vacía porque alguien decidió que su bebé podía ser rehén o el tema de conversación de una llamada telefónica trivial después de haberlos asesinado?
El sarcasmo inevitable es que quienes firman lo hacen en nombre de colegios y escuelas. Y la educación debería ser vacuna contra el odio, no disfraz para predicarlo. Enseñar es mostrar el mundo entero, no solo la mitad que encaja con nuestra ideología. Demonizar a unos y canonizar a otros no es educar: es adoctrinar.
Y entonces llega la conclusión solemne: se exige un alto el fuego inmediato, el fin del genocidio, el cese de la ocupación. Nadie con un mínimo de humanidad puede oponerse a la paz. Pero la paz no se construye con medias verdades. La paz exige contar todas las muertes, llorar todas las lágrimas, nombrar todos los crímenes. Hamás no desaparece porque lo omitamos, ni los secuestrados vuelven a casa porque los borremos del discurso.
Por eso, la exigencia debe ser triple, clara y sin rodeos: alto el fuego inmediato para salvar vidas, liberación inmediata e incondicional de todos los secuestrados con verificación internacional, y erradicación definitiva de los grupos terroristas que convierten a los niños en rehenes y a la infancia en carne de cañón. No hay tregua digna que ignore a los cautivos, ni paz posible que conviva con quienes hacen del terror su bandera.
La coherencia patriótica que invocan los firmantes debería empezar por una verdad más simple que cualquier artículo de opinión: la vida de cada niño inocente vale lo mismo en Gaza que en Tel Aviv, en Kiev o en Mogadiscio. No hay lágrimas nobles y lágrimas de segunda. No hay muertes útiles y muertes descartables. La verdadera incoherencia es levantar la voz solo por unos y callar por los demás.
Han pasado 709 días, insisten. Sí, y han pasado 711 noches para los rehenes escondidos en túneles, mil días para los ucranianos que duermen entre sirenas, y décadas interminables para los somalíes que crecieron aprendiendo a cargar un fusil antes que una mochila. Si de calendarios hablamos, que cuenten todos, no solo los que sirven para señalar con el dedo a Israel.
La tragedia palestina existe, y duele. Negarla sería deshonesto. Pero el dolor humano no puede medirse en textos selectivos. Quien defienda a la niñez, debe defenderla toda, incluso la que incomoda. Porque la verdadera moral no discrimina víctimas.
Más allá de las cifras, hay una verdad que merece decirse con claridad y sin adornos: la vida de cada niño inocente merece que el mundo entero se detenga y haga la pausa. Porque si no somos capaces de llorar por todos, entonces lo que hacemos no es solidaridad, sino un discurso parcial que contradice la justicia.
Abraham Stern F. es ciudadano costarricense, judío y humanista.