La respuesta a la pregunta sobre cómo reaccionamos ante la muerte tiene dos visiones: la religiosa y la científica. Debemos incluir las percepciones intermedias o utilitarias, por basarse en el objetivo de justificar la muerte conforme a una ideología política, militar, médica y estadística, entre otras.
A los escenarios religioso y científico se suma el indiferente. En los dos primeros se produce una reacción de algún tipo, por lo cual se procede a buscar explicaciones y, generalmente, soluciones. En contraste, en el grupo de los indiferentes no existe reacción. Un factor que debe tomarse en cuenta en este tipo de respuestas es la capacidad de abstracción que se supone todos debemos desarrollar desde la niñez.
Esa facultad es la que conduce a imaginar lo que aún no es real, lo que sucederá en un futuro próximo o lejano; es lo que lleva a preguntar qué hay detrás de la pared; por eso, es una capacidad propia de los artistas, de los científicos, los filósofos, los estadistas y los poetas, por ejemplo.
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Es el problema que afrontamos los médicos cuando tratamos de convencer a los pacientes de que deben cuidarse, dada la posibilidad de la muerte. El asunto es que para actuar sabiendo que la muerte está próxima se necesita una capacidad de abstracción que no hemos desarrollado.
La incapacidad de analizar aisladamente o considerar en su pura esencia o noción la muerte a corto, mediano o largo plazo es la razón por la cual un grupo de personas ni se inmuta aun sabiendo que existe la posibilidad de morir en la actual panademia.
Pareciera que tampoco el conocimiento de millones de muertes producen reacción, y los mejores ejemplos son los genocidios judío, armenio, bosnio y kosovar, por citar solo unos cuantos, pero en este momento el país registra 3.430 fallecidos por coronavirus y solo el viernes se produjo un deceso cada hora.
Como pediatra, una de las características de la niñez que más me han llamado la atención es su facilidad para el asombro ante las cosas simples y pequeñas, pero con el tiempo características negativas, como la insolidaridad y la pasión por lo material —ambas adquiridas en las familias—, empiezan a dominar.
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Cuando niños, no nos interesan los grandes números, porque intuimos que en la masa se pierde la identificación individual. Se sabe que existe una alta probabilidad de que pronto lleguemos a la cifra de 4.000 personas fallecidas y, sin embargo, para algunos no significa nada, porque la mente acude a la imagen sinónima de «4.000 muertos», concepto que despersonaliza y banaliza el hecho.
Hannah Arendt, filósofa judía que, buscando explicaciones sobre el porqué se permite el exterminio de seres humanos, creó el concepto banalidad del mal.
De acuerdo con Arendt, para algunas o muchas personas producir el mal es un acto banal (sin importancia) de acuerdo con la cosmovisión particular. En otras palabras, lo que para unos es mal para otros es un acto simple y parte de su cotidianidad, por consiguiente, lo incorpora al depósito de lo normal.
Los que mueren por covid-19 causan la muerte a otros, principalmente debido a la negligencia de no acatar sencillos métodos de higiene.
Son culpables de negligencia homicida y representantes del grupo de habitantes para los cuales las muertes por covid-19 son banales. Para ellos, no amerita cambiar nada, en particular, porque creen que los que mueren son los otros.
El autor es pediatra y filósofo de la salud.