Una de las actitudes que más perplejidad me causan es la desfachatez, desde mi punto de vista, cada vez más común entre todo tipo de gente y espacios.
En las redes sociales, menoscabando la solidaridad, la convivencia y atizando la agresión.
En la clase política, como un valioso recurso estratégico electoral con graves daños a la ciudadanía y a la democracia.
En la vida cotidiana, con manifestaciones como el irrespeto a la privacidad y al espacio personal del vecino, del colega, del par en el estudio.
No niego que dicho sentimiento, encauzado, podría tener el potencial de cambiar las cosas para bien, como sucedía, por ejemplo, durante la Edad Media, con la cultura popular, según el historiador ruso Mijail Bajtin.
Así sería si fuera un recurso, por ilustrar algo, contra la corrección política que atropella la libertad de expresión, pero con el giro actual es difícil que eso ocurra y más apunta a embrutecernos.
Como el diputado grabado en un video que luego hace otro para pedir perdón, con ligereza, el funcionario gastando sus de 7 a. m. a 4 p. m. haciendo llamadas personales y atendiendo con rabia al ciudadano, o el estudiante casi ausente permanente, pero pide una oportunidad pues obtuvo una nota que no le gusta.
De alguna forma, en Eichmann en Jerusalén, un demoledor libro sobre la condición humana, Hannah Arendt analiza el descaro de la burocracia nazi, elevado a categoría analítica por la filósofa, con la construcción de la expresión “banalidad del mal”, discutida abundantemente.
Me recuerda, perdonen ustedes la comparación, a ese enfermero que deja aullando de dolor al moribundo, enojado, pues es 24 de diciembre y le tocó la desgracia de estar de turno, o el médico que negó a atender al anciano pues faltaban 5 para su hora de salida.
Chimamanda Ngozi Adichie, la escritora nigeriana, en su obra Todos deberíamos ser feministas, analiza la forma en que el sistema patriarcal se mantiene y se beneficia gracias a la actitud desvergonzada de aprovecharse de la desigualdad. Como esos académicos que aceptan estar en una mesa sin ninguna mujer, o con una única haciendo de cheerleader, mejor dicho, de moderadora, uno de los pocos lugares reservados para nosotras en la esfera pública, como intermediarias entre la testosterona de uno y la de otro, para que no se maten.
Acceden sin remordimientos pactando entre ellos creerse la mentira de que “buscaron y no encontraron”.
En, Ante el dolor de los demás, el crudo análisis de Susan Sontag nos confronta con el cinismo con el cual enfrentamos el dolor ajeno, sea debido al acostumbramiento a él o a la sobreintelectualización. Actitudes muy comunes entre quienes defienden causas que no les mueven más sentimiento que la venganza.

Los feminicidios y la violencia sexual contra nosotras son muestras brutales del descaro de nuestra cultura, donde nadie hace nada para poner un límite. Como también lo es que hombres con prácticas de depredación sexual sean elegidos presidentes y, como ocurrió a finales del año pasado con Donald Trump, incluso nombrado “Persona del año”, por parte de la revista Time.
La procacidad de nuestra sociedad hace posible, por ejemplo, que se disfracen sentimientos como la envidia, de otra cosa. Asalto a la institucionalidad democrática, difamación de la honra personal, entre otras acciones, esconden la desazón que produce el bien ajeno.
Dice Ignacio Morgado, psicólogo español: “Pero la envidia no es desear lo que tienen los demás, cosa bastante natural, sobre todo cuando uno tiene poco. Lo que más y mejor caracteriza a la verdadera envidia es el deseo de que el otro, el envidiado, no tenga lo que tiene, de que no sea verdad que lo tenga, de que no sea cierto su éxito o no sea tanta como parece su riqueza material”.
Nuestra cultura está llena de envidiosos mal disimulados que actúan como caraduras contra cualquiera. Varios diputados de la Asamblea Legislativa, dedicados a mentir en transmisión directa movidos por su deseo de dañar o algunos de los troles progobierno más reconocidos precisamente por sus celos.
No es raro que los conchudos se hagan pasar por sinceros. Pero para alcanzar dicha virtud, como nos enseñaron los griegos, se la debe practicar con los demás y consigo mismo. De hecho, para los antiguos griegos, la salud radicaba en ello, en la franqueza del diálogo interior.
El problema es el precio pagado por esa cualidad debido a que, culturalmente, está mal vista, sobre todo si proviene de una mujer quien, sí o sí, será tachada de agresiva.
Por el contrario, suele premiarse el desparpajo, asociado inconscientemente con una astucia bien juzgada.
Si reflexionáramos sobre el descaro frente a la franqueza, podríamos beneficiarnos de ambas, aprendiendo a hacer uso de ellas en un balance que nos beneficie como cultura.
Y tal vez lleguemos a la conclusión de que nos conviene más ser Elizabeth Bennet, de la novela Orgullo y prejuicio, escrita por Jane Austen, que Yago, de la obra Otelo, de William Shakespeare.
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