Por tercer año consecutivo, nuestro planeta estableció en el 2016 una marca de altas temperaturas. Fue el año más caliente desde las primeras mediciones, registradas en 1880. No todos los años venideros superarán al anterior, pero no hay duda sobre la tendencia general hacia el calentamiento global. Tampoco se cuestionan los efectos dañinos de las altas temperaturas, incluidos el cambio climático y la afectación de flora y fauna.
En la comunidad científica también hay consenso, muy cercano a la unanimidad, sobre la importancia de la actividad humana entre los factores que explican el calentamiento. Las advertencias más sonoras provienen, desde hace años, de los círculos académicos y organismos estatales de los Estados Unidos.
Precisamente, la noticia sobre la nueva marca establecida en el 2016 provino de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés) y de la agencia espacial estadounidense (NASA). “Hay impactos de fenómenos naturales como la actividad volcánica, pero los niveles de dióxido de carbono aumentan principalmente por la acción humana”, declaró, contundente, Derek Arndt, jefe de monitoreo de la NOAA.
No obstante, en la política estadounidense existe un importante sector de escépticos, dispuesto a apoyarse en cualquier retazo de ciencia marginal para negar el pernicioso impacto de la contaminación causada por la actividad humana, en especial los gases de efecto invernadero producto del uso de combustibles fósiles.
Esa postura tiene evidentes motivaciones económicas. Admitir la tesis científica predominante tiene serias consecuencias para el desarrollo. Poco les importa a los escépticos si las advertencias provienen de los principales expertos de su gobierno o de las extraordinarias universidades de su país.
El temor a las repercusiones económicas de los hallazgos científicos se hizo explícito en un mensaje del presidente Donald Trump, enviado mucho antes de las elecciones, según el cual el calentamiento global es una fabricación china para restar competitividad a la industria estadounidense. Podría tratarse de un recurso humorístico; sin embargo, sintetiza los principales elementos de una corriente de pensamiento ahora domiciliada en la Casa Blanca.
Durante la campaña electoral, el mandatario esbozó una agenda claramente contraria a las preocupaciones ambientales. Sus primeras acciones de gobierno confirman la voluntad de cumplir lo ofrecido. Todavía no hay una iniciativa para abandonar los acuerdos de París y está por verse si la nueva administración logrará resucitar la industria del carbón, severamente disminuida por la competencia del gas natural, pero las simpatías hacia los combustibles fósiles están patentes en las declaraciones del mandatario y en las órdenes ejecutivas firmadas con prontitud para revivir dos grandes oleoductos (Dakota Access y Keystone XL).
Además, la Agencia de Protección Ambiental será encabezada por Scott Pruitt, conocido por su escepticismo frente a la ciencia del calentamiento global, y minutos después de la toma de posesión del nuevo mandatario, el sitio de la Casa Blanca en Internet fue modificado para eliminar textos sobre el calentamiento global. En su lugar aparecieron planes para reducir las regulaciones ambientales.
En una curiosa inversión de papeles, China, hasta hace poco reacia a hacer los sacrificios necesarios para frenar las emisiones de gases de efecto invernadero, se ha venido presentando en el escenario internacional como una potencia responsable, dispuesta a asumir el liderazgo, especialmente en el desarrollo de energías limpias, una gran oportunidad si Estados Unidos se desvía hacia la recuperación del carbón y otros combustibles fósiles.
Costa Rica debe permanecer alineada con la ciencia y con las potencias preocupadas por la preservación del planeta, sin dejar de insistir ante Estados Unidos, cuya amistad ha sido un prominente elemento de nuestra política exterior, sobre la necesidad de cuidar el planeta para beneficio de las futuras generaciones.