La presidenta Laura Chinchilla sugiere al diputado Jorge Angulo, representante liberacionista de la zona sur, renunciar a la curul. Las razones de la mandataria son inobjetables en vista de la acusación planteada por el Ministerio Público y la fuerza de los cuestionamientos ventilados por la prensa.
No se trata de una admisión anticipada de los cargos. Angulo, como cualquier ciudadano, tiene derecho a un proceso donde se escuchen sus razones y se respeten las garantías propias del ordenamiento jurídico. Atender el llamado de la presidenta es un acto de responsabilidad política y decoro personal.
Acusado de siete delitos de concusión, tráfico de influencias y extorsión, el diputado no podrá ejercer el cargo con la dedicación y serenidad necesarias. Además, será un flanco débil de su partido mientras dure el proceso, ni qué decir si sale de él mal librado. Son consecuencias políticas inevitables e independientes de la voluntad del Ministerio Público, la Presidencia de la República o el propio legislador. Pero son reales y el diputado haría bien en atenderlas por respeto a la mandataria, lealtad a su partido y consideración para sus electores.
Según la presidenta, “lo más conveniente sería que don Jorge se concentre en su defensa y no se entorpezca un trabajo parlamentario que ya de por sí es complejo y difícil, pero comprenderán que destituir diputados no es resorte de la Presidencia”.
El legislador no ve el dilema a través del mismo prisma. Poco después de las declaraciones de la mandataria, descartó la renuncia. En esa actitud lo respalda, sorprendentemente, el jefe de fracción, Luis Gerardo Villanueva, para quien la dimisión “(') sería violar el debido proceso y la presunción de inocencia. Si el proceso lo obliga a ausentarse del Congreso y que eso afecte el funcionamiento de la fracción y de la Asamblea, ahí sí procedería”.
El análisis no podría ser más desafortunado. El jefe de fracción entroniza el desapego a la responsabilidad política y desautoriza la bien encaminada petición presidencial. Es de suponer que opina igual en otros casos y recomendaría a los nueve miembros de la Junta de Desarrollo Regional de la Zona Sur (Judesur) desatender la petición que les dirigió la mandataria en idéntico sentido.
Algunos de esos funcionarios, en plena coincidencia con el diputado Villanueva, alegan que la dimisión equivaldría a admitir actuaciones indebidas en el ejercicio del cargo. Nuestro editorial del 26 de noviembre argumenta a favor de la petición presidencial y se refiere a la respuesta de los directivos como “una mala excusa”.
“A nadie se le tiene por responsable de una irregularidad por el solo hecho de dimitir. Aún más, hay quien dimite para no verse involucrado en irregularidades. La permanencia a ultranza, luego de un llamado a renunciar proveniente de tan alta instancia, también puede ser interpretada como un deseo de encubrir actuaciones reprochables. El oportuno abandono del cargo, hecho con dignidad y acompañado de las explicaciones del caso, más bien honra”, dice el editorial citado.
El tema reviste la mayor importancia, porque se trata del rescate de la ética y la responsabilidad política como principios rectores de la función pública, especialmente en los altos cargos del Estado. Tradicionalmente, la clase política nacional ha promovido una confusión entre las garantías del proceso judicial y los principios rectores de la ética y la responsabilidad política. En virtud de esa confusión, todo se consume en el legalismo, cuya prevalencia anula lo demás.
En Costa Rica no existe un concepto de la responsabilidad política capaz de forzar una dimisión como la del ministro de Transportes portugués tras la caída de un puente remoto y centenario. Asimismo, la validez del cuestionamiento ético pende del resultado judicial, y si la culpa no puede ser establecida ante los tribunales, aunque sea por meras razones técnicas o de procedimiento, la verdad judicial se convierte en la única aceptable, por encima de la valoración ética que ameriten los hechos.
Vivimos, pues, en un país donde no hay renuncias, sino, en el mejor de los casos, destituciones más o menos disimuladas. No existen reproches éticos, sino condenas o absolutorias dictadas por los tribunales. Tampoco reconocemos la responsabilidad política, salvo que derive de una sentencia y, en ese caso, solo por el plazo establecido por ley para hacer borrón y cuenta nueva, como sucede con los alcaldes y diputados electos pese a sus graves antecedentes judiciales.
Mientras la ética y la responsabilidad política tengan una función accesoria, en lugar de existencia propia, nos veremos forzados a convivir con los vicios que han hecho de la función pública una fuente de desencanto y cinismo.