La imprevisión conspira con el prejuicio para sumir en dificultades la generación nacional de energía. Durante años, el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) dijo tener la capacidad instalada para atender la demanda eléctrica y aún más. Era cierto, en tanto abundara el agua, pero su escasez era previsible.
Somos veteranos del fenómeno de El Niño y nunca hubo razones para dudar de su inevitable regreso. Por su parte, el cambio climático viene extendiendo, desde hace años, el corredor seco centroamericano, que ya comienza a engullir partes de Guanacaste. Las variaciones también se manifiestan en otras zonas del país y las crecientes temperaturas alientan el consumo de electricidad, justo cuando es más difícil generarla.
Pero el ICE pregonaba el abastecimiento casi pleno con fuentes de energía limpias, en especial la hidroeléctrica. En esas circunstancias, parecía menos urgente el desarrollo de otras capacidades de generación, como la solar y eólica, pese a los éxitos habidos en otras partes del mundo con condiciones muy inferiores a las nuestras. Tampoco parecía necesaria la participación de generadores privados para ampliar la oferta de electricidad y bajar sus costos.
La confianza del ICE en su capacidad instalada alcanzó un momento cumbre el 4 de agosto del 2022, cuando compareció el presidente ejecutivo Marco Acuña Mora ante los diputados de la Comisión Especial de Sector Energético Nacional. El funcionario reveló sus planes de sacar de operación el 47 % de las plantas térmicas para ahorrar unos ¢30.000 millones anuales en costos operativos.
El mes pasado, esas plantas suplieron más del 12,4 % de la demanda nacional. Su aportación viene en aumento desde abril, cuando el 4,9 % de la demanda se satisfizo mediante la quema de hidrocarburos. Las condiciones climáticas previsibles en los próximos dos años auguran dificultades para el cumplimiento de la meta trazada por Acuña.
El objetivo es loable. Abandonar la generación térmica no solo ahorraría costos operativos para abaratar las facturas. También sería bueno para el ambiente y ampliaría la independencia energética del país. La condición, claro está, es la existencia de alternativas para superar coyunturas como la actual, que en el futuro podrían ser más frecuentes y prolongadas.
En la administración pasada, el ICE se negó a prorrogar los contratos de los generadores privados y contempló, sin inmutarse, el cierre de plantas valoradas en decenas de millones de dólares. Ya están pagadas y no hay carga financiera que incorporar a los costos, pero aun así fueron marginadas. La institución también puso cuantas trabas pudo al proyecto de generación distribuida y, en general, al aprovechamiento de la energía solar. Solo el empeño de la Asamblea Legislativa pasada consiguió algún avance.
En estos meses, Costa Rica no puede presumir de la pulcritud de su generación eléctrica, como lo hacía recientemente. Aparte de la generación térmica, el país se ha apoyado en la importación de electricidad centroamericana, también producida con hidrocarburos. Además, el costo de los combustibles fósiles será trasladado a los usuarios en el segundo semestre.
Hasta el 23 de mayo, el gasto acumulado rondaba los $34 millones (¢18.400 millones). Aparte del impacto sobre los presupuestos familiares, el alza se sumará a los costos, ya elevados, del sector productivo y afectará la competitividad de los productos nacionales. El ICE intenta reaccionar mediante la invitación a participar en concursos para venderle electricidad eólica y de otros tipos, pero no hay una solución inmediata. Existe, no obstante, la obligación de pensar en el futuro.
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El mes pasado, la generación térmica de electricidad satisfizo más del 12,4 % de la demanda nacional con energía cara y sucia.