En los últimos años, el gobierno ha promovido una serie de medidas que, con el apoyo de modernas tecnologías de la información y las comunicaciones, procura controlar los ingresos tributarios y la evasión. Tal es el caso de la obligación impuesta a las empresas y a las personas físicas con actividades lucrativas de presentar oportunamente la información del formulario D-151 y utilizar la factura electrónica. Todo eso merece aplauso, pero el gobierno no ha actuado con el mismo celo por el lado del gasto público, ni en informar a la ciudadanía sobre la eficacia con que utiliza los recursos financieros recaudados.
Un caso reciente llama a reflexionar sobre la falta de control en materia de gastos. El Ministerio de Educación Pública (MEP), el mayor empleador del sector estatal, actúa a ciegas al ejecutar muchas de las tareas a su cargo (“MEP entrega ¢150.000 millones en subsidios a ciegas”, La Nación, 24/1/2019).
La Contraloría General de la República (CGR), que últimamente ha efectuado esclarecedores estudios sobre la gestión del Estado, cuestionó la falta de control de las elevadas sumas de dinero dedicadas al financiamiento de los programas de alimentación y transporte de estudiantes. También manifestó su preocupación por la ausencia de procesos formales para seleccionar a los beneficiarios de esos programas. A falta de una metodología robusta, podrían darse casos de corrupción sin que el MEP se percate y, también, violarse uno de los principios rectores del gasto social, cual es que los recursos se dirijan a la población que en realidad los necesita.
Según la CGR, el MEP “desconoce la cantidad de centros educativos que cumplen con los nuevos menús que deben implementarse (sic) en los comedores estudiantiles” y “no posee información de la asistencia diaria de los estudiantes al servicio de alimentación”, entre otras falencias. Para atender esos problemas, en el MEP, hace más de diez años, se creó la Dirección de Programas de Equidad, la cual no ha logrado hacer evaluaciones para conocer la eficacia de sus actividades.
Los programas a cargo de la Dirección tienen objetivos laudables, como “facilitar el acceso y la permanencia de los estudiantes de más bajos ingresos en el sistema educativo nacional” y “reducir la brecha de oportunidades que enfrentan las personas menores de edad y adultos en el acceso a la educación”. Pero la burocracia administradora de esos programas atenta contra la consecución de los objetivos.
El caso del MEP no es único. Similares situaciones ocurren en otras entidades públicas, muchas de las cuales han sido identificadas por la Contraloría. Como hemos argumentado en otros editoriales, el hecho de que nuestro sector público lo conformen unas 330 entidades indica que en el gasto público media una enorme dosis de ineficiencia y desperdicio de los escasos recursos nacionales.
Leonardo Sánchez, director del Programa de Equidad del MEP, criticó el estudio de la CGR, así como sus conclusiones, esgrimiendo el argumento de que él tiene una base documental, y no de campo. Sin embargo, parece olvidar que a quien corresponde la carga de la prueba sobre la buena utilización de los fondos públicos es a la unidad a su cargo. No es de recibo que un programa en operación por más de una década sea incapaz de demostrar sus logros con hechos y cifras. Es inaceptable que año con año se le dote de recursos presupuestarios, por montos elevados, sin que las autoridades —y menos aún los contribuyentes— sepan con cuánta eficiencia se les usa.
Este caso del MEP es uno entre muchos porque, cotidianamente, emergen a la luz pública problemas en el manejo de fondos por parte de entidades estatales. El control superior de ejecutoria de la Contraloría General de la República se torna más difícil conforme mayor sea la cantidad de entidades por supervisar. La moraleja es que debemos repensar la estrategia de encargar a entidades públicas la atención de más y más problemas, pues la evidencia muestra que muchas de ellas olvidan con facilidad los propósitos para los cuales fueron creadas.