La deuda de ¢21.800 millones de la Fábrica Nacional de Licores (Fanal) crece como una “bola de nieve” y pronto “será inmanejable”. Según el presidente, Carlos Alvarado, la industria podría quebrar en 10 años y arrastrar al Consejo Nacional de Producción (CNP) en la caída. En efecto, de acuerdo con la Contraloría General de la República, el 90% del patrimonio del CNP se ha erosionado por cuenta de la Fanal.
El Consejo nunca ha sido un ejemplo de eficiencia, y abundan las razones para cuestionar su funcionamiento, pero el papel de la Fanal como lastre no tiene discusión. El CNP, como es usual, se ha negado a entregar el estudio de donde nace la afirmación del mandatario. Lo dio a conocer en el Consejo de Gobierno, pero no se lo ha facilitado a este diario pese al evidente interés público del documento.
Se trata de un análisis de la firma auditora KPMG, contratada por $75.000 para precisar, aunque parezca increíble, la cuantía de las deudas. Durante décadas, la Fanal funcionó sin conocer sus pérdidas ni su endeudamiento. Es una situación inimaginable. Todavía más difícil de entender es la defensa de la empresa estatal por razones ideológicas inconmovibles ante el embate de la realidad.
Sin saber cuánto pierde ni cuánto debe, sin imaginar siquiera una ruta para revertir el desastre financiero, los defensores de la Fanal se empeñaron en mantenerla con vida y lo seguirán haciendo después de conocer los datos de KPMG. Es como si la fabricación de guaro y alcohol fuera una función esencial del Estado.
La pandemia les sirvió para elevar el alcohol al rango de producto estratégico y colgar en el pecho de la Fanal medallas al heroísmo. La producción mundial de alcohol es abundante, pero, si el mercado interno lo demanda, puede ser fabricado en el país sin necesidad de asignar la función a la Fanal. Las pérdidas de la empresa a lo largo de los años habrían alcanzado, con creces, para pagar el abastecimiento necesario.
Es difícil saber si la década prevista por el presidente antes de la quiebra definitiva de la empresa y, con ella la del CNP, es un cálculo optimista. Por lo visto hasta ahora, el proceso podría ser más rápido. Independientemente del plazo, es indiscutible que el avance hacia el fatal desenlace se viene produciendo desde hace años, y el tiempo que transcurra hasta la quiebra o la solución, si la hubiera, implica una paulatina destrucción de valor.
Las decisiones urgen, pero el gobierno abandonó la más tajante y clara —la venta de la Fábrica—, para explorar una alianza público-privada. Aplicadas al desarrollo de infraestructura, esas alianzas son un mecanismo eficaz y deseable, pero emplearlas en el rescate de una empresa estatal camino a la quiebra no parece su mejor función.
El presidente justifica el plan porque teme que el producto de la venta solo sirva para pagar las deudas, y eso no sería buen negocio. Discrepamos: todo negocio se hace para producir ganancias, pero si el resultado consiste en permanentes pérdidas, cesar la sangría es un fin deseable. En esa tesitura, la venta es una solución y, en su ausencia, el cierre.
“Darla en concesión mediante una alianza público-privada sí es un negocio para Costa Rica, porque eso permitiría que, sin que la Fábrica salga del Estado, un privado pueda llevar adelante la operación y generar ingresos que le den sostenibilidad a la empresa y recursos al IFAM, al Inder y a la Hacienda pública”, afirmó el mandatario. Pero ¿cómo se conseguirán esos resultados en vista de la carga financiera acumulada? ¿Habrá empresarios dispuestos a acometer la tarea? ¿Aparecerán a tiempo para evitar pérdidas mayores? Y, por último, ¿de dónde nace la necesidad de mantener la Fábrica dentro del Estado, sea como sea?