La gobernabilidad pierde terreno a la luz de cada resultado electoral desde el 2014. Ese año el Partido Acción Ciudadana obtuvo la presidencia de la mano de Luis Guillermo Solís, pero su bancada legislativa apenas se constituyó con 13 diputados. El margen de victoria del presidente en la segunda ronda fue histórico. Logró 1.338.321 votos (el 77,76%) luego de haber ganado la primera con 629.866.
Cuatro años más tarde, Carlos Alvarado se colocó en el segundo lugar de la primera ronda y ganó la segunda con 1.322.908 votos (un 60,59%). El amplio margen no podía ser tan holgado como el de su antecesor porque enfrentó una oposición motivada, contrario a lo sucedido cuatro años antes, cuando el rival de Solís en la segunda ronda abandonó la contienda ante las apabullantes diferencias en las encuestas. No obstante, Alvarado alcanzó el poder en compañía de solo diez diputados.
El número de congresistas en la bancada de Rodrigo Chaves es idéntico, pero el margen de la victoria del presidente electo es, por primera vez en el balotaje, muy estrecho. Chaves se impuso con el 52,84% de los votos. En todos los casos, el resultado de la segunda ronda se compone del apoyo logrado en la primera, más próximo a la realidad del candidato y su partido, sumado a una mayoría de votos “prestados” de los competidores eliminados en la vuelta inicial.
Esa es la lógica de los balotajes, y en nuestro país los márgenes de los vencedores han sido muy generosos. Incluso en el 2002, la primera elección en segunda ronda de las cuatro celebradas hasta ahora, Abel Pacheco triunfó con un 57,95% de los votos y obtuvo 19 diputados. La ventaja estuvo a una décima de alcanzar los 16 puntos.
Así como ha venido disminuyendo el margen de la victoria en la segunda ronda, también ha decrecido el porcentaje de apoyo logrado por el ganador en la primera vuelta, que es la cifra más cercana a lo que podría describirse como su base electoral. Abel Pacheco pasó al balotaje con el 38,58% de los votos, Luis Guillermo Solís con un 30,64%, Carlos Alvarado con el 21,63% y Rodrigo Chaves con el 16,78%.
La atomización del voto, como es evidente por las cifras que en cada caso dieron el pase a la segunda ronda, viene expandiéndose de manera acelerada. No hay mandatos claros, ni bases electorales firmes, ni fuerzas parlamentarias suficientes para dar holgura a la labor de gobierno.
En el presente, la nueva administración llega al poder con diez diputados, una base electoral del 16,78% (poco más del 9% del padrón electoral), un margen de victoria en la segunda ronda de menos de seis puntos porcentuales y el respaldo en el balotaje del 30% de los electores habilitados.
El diseño institucional costarricense, por otra parte, ha desembocado en un presidencialismo debilitado por una red de frenos y contrapesos, algunos incorporados a la ley y otros nacidos de la práctica. Ningún mandatario reciente dejaría de mencionar esos límites como escollos a su gestión.
En suma, ser presidente de Costa Rica nunca exigió tanto tacto, capacidad de generar acuerdos y de construir coaliciones coyunturales para resolver asuntos específicos. El presidente Carlos Alvarado lo consiguió con la cooperación de una Asamblea Legislativa capaz de entender el difícil momento de los primeros meses de la administración, con la grave crisis fiscal heredada del gobierno anterior y, luego, los retos planteados por la pandemia. Hoy el apremio es menor, pero es indispensable conjurar el peligro del estancamiento. Va a hacer falta mucho tacto, buena voluntad y capacidad negociadora.