Bastó con que el régimen de Kazajistán, ex república soviética autocrática y rica en recursos naturales, eliminara los subsidios al gas licuado a principios de año para que se iniciara una cadena de protestas que, en cuestión de horas, pasó del rechazo a la medida a una auténtica explosión popular contra la cerrada y corrupta élite que controla el país.
Masivas manifestaciones se tornaron violentas, sobre todo en Almaty, la mayor ciudad y centro económico del país. El incendio de edificios oficiales, el asalto a comercios, las barricadas y los violentos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad revelan la intensidad del descontento acumulado y del rechazo a la cúpula gobernante.
Hasta ahora, el saldo es aterrador: decenas de muertos, centenares de heridos, detenciones masivas y la orden presidencial de disparar sin avisar a los “bandidos” (léase manifestantes). Al principio, se produjo un intento oficial por aplacar los ánimos con la vuelta de los subsidios y la destitución del gabinete. Además, el presidente, Kasim-Yomart Tokaev, quien gobierna desde el 2019 bajo la sombra de su poderoso predecesor, Nursultan Nazarbayev, lo despojó de su cargo como jefe del poderoso Consejo de Seguridad.
Muy pronto, ante el recrudecimiento de las protestas, se impuso la fuerza brutal, que tampoco logró su objetivo. El gobierno pidió entonces que intervinieran tropas de la llamada Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), alianza militar integrada por Rusia, Kazajistán y otros cuatro Estados postsoviéticos.
Su arribo, a partir del jueves, como presuntas “fuerzas de paz”, marca la primera vez que la OTSC interviene en un Estado miembro presuntamente por amenazas a su seguridad.
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La coartada para la solicitud de intervención fue acusar a “fuerzas externas” de haber orquestado las protestas. La realidad, sin embargo, es otra. Por un lado, revela el grado de rechazo de la población al régimen imperante, su ineptitud para, por sí mismo, restablecer un asomo de normalidad y su rechazo de toda apertura que amenace el control: la fuerza no es solo su primera, sino también única opción.
A la vez, la inmediata intervención, encabezada por Rusia pone de manifiesto la enorme preocupación del presidente, Vladímir Putin, por el impacto que esta rebelión en su patio trasero pueda tener en su entorno geopolítico y dentro de su propio país.
Kazajistán ocupa una estratégica posición en Asia central, es el décimo país más extenso del mundo, inmensamente rico en hidrocarburos y minerales estratégicos, y comparte con Rusia su mayor frontera, de casi 8.000 kilómetros, y con China otra de 1.500. Hasta ahora, se ha mantenido estable gracias a la represión, pero si algo revelan los hechos de los últimos días es que tal receta tiene límites.
Aunque el régimen retome el control momentáneo, como probablemente ocurrirá, sus bases están totalmente carcomidas, lo mismo que su capacidad de mantenerse a largo plazo. La sed de justicia, honestidad y reformas democráticas que ha demostrado la población se mantiene y probablemente crecerá.
Esta es una aguda fuente de preocupación para Putin. Su visión está basada en una trilogía perversa: pretender dictar políticas de seguridad a los Estados que anteriormente formaron parte de la Unión Soviética, ver cualquier asomo de democracia en ellos como una amenaza a su régimen y utilizar la fuerza, o amenaza de ella, como elemento central para impedir que se salgan de su órbita. Por esto, la OTSC actuó tan rápido en Kazajistán; por esto, Moscú dio su apoyo al dictador Alexandr Lukashenko, de Bielorrusia, cuando una serie de protestas por su imposición electoral amenazaron al régimen; por esto, arrebató a Georgia parte de su territorio; y, por esto, amenaza con invadir Ucrania, que ha optado por la democracia y el acercamiento a Occidente.
Hasta dónde llegará en esta ruta es imposible predecirlo. Pero algo es evidente: la estabilidad a largo plazo jamás podrá garantizarse mediante la imposición y la fuerza. Y esto vale tanto para Kazajistán y otras autocracias postsoviéticas como para la propia Rusia.