La elección con mayor número de partidos participantes resultó, también, la menos concurrida de la historia. Las 25 candidaturas presidenciales no lograron atraer al 40% de los electores, y 27 partidos, entre ellos 19 a escala nacional y 8 con aspiraciones provinciales, quedaron por debajo del número de preferencias requeridas para cobrar deuda política. Las dos agrupaciones a la cabeza de estos últimos obtuvieron el 1,3% y el 1% de los sufragios. Los demás comparten menos del 6%.
Con tantos partidos inscritos, los electores habrían tenido razones para esperar la plena conformación de las mesas con delegados de diversas agrupaciones, pero el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) se vio obligado a suplir las ausencias con la inversión de ¢1.000 millones para contratar unos 14.000 auxiliares electorales.
La proliferación de partidos políticos no garantiza mayor participación, representatividad o pluralismo. Por el contrario, estimula la práctica de mantener agrupaciones de papel, inscritas en espera de un candidato medianamente viable para entrar a la lotería de la deuda política y las curules.
La inmensa mayoría de los partidos inscritos para los comicios del domingo no pudo reclutar miembros de mesa y tampoco consiguió el respaldo de un número significativo de electores. Sus contribuciones al debate político fueron, cuando mucho, modestas, y la mayoría se definió por un fuerte tinte personalista. Varias de esas agrupaciones no se conciben sin la figura de su dueño.
El Partido Integración Nacional, del diputado Walter Muñoz, encontró un abanderado en las elecciones del 2018 y se separó de él poco después de conseguir varias curules. También, logró acceso a financiamiento electoral, pero ahora demostró la más completa falta de arraigo. Varios años de existencia tampoco permiten adivinar su plataforma ideológica.
Los resultados del domingo refuerzan la tesis esbozada con anterioridad en este espacio sobre la necesidad de revisar las normas atinentes a la fundación y existencia de los partidos políticos. Su proliferación indiscriminada solo lleva a la confusión, el aumento de complejidad del proceso electoral y abre oportunidades para la maniobra electorera.
Costa Rica necesita exactamente lo contrario. Nuestra crisis política está directamente relacionada con el debilitamiento y atomización de los partidos políticos. Solo en el ala liberal del espectro político hubo en esta oportunidad, como mínimo, cuatro agrupaciones, de las cuales una, el Partido Liberal Progresista, tuvo éxito y presenta las características de un proyecto político con posibilidad de consolidarse.
La Unidad Social Cristiana ejemplifica un partido todavía capaz de hacer valer su arrastre tradicional, pero con el futuro muy comprometido, como lo señaló el expresidente Miguel Ángel Rodríguez. La agrupación no ha conseguido pasar de la primera ronda desde el 2002. La próxima oportunidad se le presentará en el 2026, un cuarto de siglo después.
Aparte de la Unidad Social Cristiana, solo dos de las seis formaciones políticas con respaldo el domingo poseen trayectoria e identidad asentadas: Liberación Nacional y el Frente Amplio, pero aun ellas muestran inquietantes deficiencias estructurales o desempeños dispares en elecciones recientes.
No puede haber democracia sin partidos, y el efímero protagonismo de algunos, el debilitamiento de otros y la fungibilidad ideológica de casi todos debe ser motivo de una profunda reflexión, con especial énfasis en las contribuciones de la legislación electoral a la confusión y el deterioro.