Costa Rica es una de las grandes beneficiarias del comercio internacional sometido al imperio de la ley. Ni el tamaño del país ni el tipo y volumen de bienes intercambiados ofrecen una plataforma para la negociación de términos favorables o siquiera justos. Sin las normas y la institucionalidad encargada de velar por su aplicación, especialmente la Organización Mundial del Comercio (OMC), estaríamos a expensas de naciones más poderosas, capaces de dictar los términos según su conveniencia.
En 1995, Costa Rica elevó ante la OMC las restricciones impuestas por los Estados Unidos a la importación de ropa interior. El panel constituido para revisar el diferendo le dio la razón y una de las naciones más pequeñas del continente se impuso a la más grande y poderosa. Respetuoso del derecho, Estados Unidos modificó su conducta sin la menor represalia para el demandante, cuya economía apenas se compara con la de muchas de sus municipalidades.
A finales de siglo, Costa Rica y otros países latinoamericanos se unieron para combatir la discriminación contra el banano regional practicada por la Comunidad Europea, otro coloso del comercio internacional. Acudieron al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), antecesor de la OMC, y continuaron el reclamo en esta última entidad. Lograron prevalecer, también en esta oportunidad, a pesar de las asimetrías de poder negociador.
Los dos casos constituyen inmejorables ejemplos de la importancia de la institucionalidad internacional para los países pequeños. Los poderosos también cosechan beneficios de su sometimiento a la ley. Sin un cuerpo normativo y sin un árbitro para adjudicar la razón, las disputas podrían convertirse en guerras comerciales y, a la larga, en conflictos armados con enormes riesgos. Pero los mayores perjuicios del desmantelamiento del sistema serían para los menos poderosos.
Costa Rica estaría entre los principales damnificados por el debilitamiento o desaparición de la Organización Mundial del Comercio y su normativa. Por eso, debe figurar siempre entre las naciones más respetuosas del derecho, dispuesta a defender sus intereses con la ley en la mano, pero atenta a cumplir sus obligaciones.
El sistema no está exento de ataques. Durante la administración del presidente Donald Trump, la OMC resistió fuertes cuestionamientos y el órgano encargado de resolver apelaciones quedó paralizado. Estados Unidos simplemente rehusó designar nuevos miembros para llenar las plazas vacantes. Sin posibilidad de revisión, las decisiones de primera instancia no pueden ser aplicadas y todo el mecanismo de arbitraje pierde su eficacia.
Por eso, es imprescindible cultivar el prestigio y autoridad moral de países como el nuestro, con tanto interés en preservar y perfeccionar el sistema. Por eso, también, no debemos exponernos jamás a la vergüenza de una condena como la sufrida por la imposición de barreras no arancelarias a la importación de aguacates mexicanos. Perdimos, como era de esperar, y durante siete años nos situamos al margen de la legalidad. De camino, obligamos a nuestros excelentes técnicos en comercio exterior a defender lo indefendible.
Todo se hizo con una ligereza inaceptable y un espíritu casi festivo. La foto del ministro de Información de la Administración Solís, sonriente con una bolsita de aguacates para demostrar la abundancia de la fruta en el mercado nacional, no puede caer en el olvido. Tampoco la siembra de un arbolito de aguacate en las instalaciones del Ministerio de Agricultura al comienzo del gobierno actual para expresar su compromiso con la política ilícita del antecesor.