Las dictaduras de Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel se han asociado en una estrategia oportunista y cruel, que consiste en estimular y manipular, vía Nicaragua, un flujo migratorio masivo de cubanos hacia Estados Unidos, con propósitos múltiples: presionar al gobierno de Joe Biden para que negocie con ambos países, crear una válvula de escape al enorme descontento que existe en la Isla y favorecer a negociantes amigos o cómplices de ambos regímenes.
El factor desencadenante de la maniobra fue la eliminación, en noviembre pasado, de la visa para el ingreso de cubanos a Nicaragua.
Desde entonces, han viajado decenas de miles de personas de La Habana a Managua para, desde allí, emprender la riesgosa trayectoria por tierra hasta la frontera sur de Estados Unidos.
Se ha generado así el mayor flujo humano desde la Isla hacia este país en cuatro décadas.
De acuerdo con las autoridades estadounidenses, entre octubre (principio de su año fiscal) y finales de abril, 79.000 cubanos han arribado a distintos puntos de la frontera y se calcula que, al finalizar el 2022, la cifra superará los 125.000.
Aunque algunos llegan allí tras pasar en cualquier cosa que navegue el estrecho de Yucatán, la mayoría procede de Nicaragua.
Como la historia de tantos migrantes de quienes viajan por esta vía, deben vender sus pocas posesiones en Cuba, o sus familiares en el exterior incurrir en grandes deudas, no solo para pagar los pasajes, cuyo precio ha subido exponencialmente debido a la especulación, sino también a los coyotes que les prometen trasladarlos y a la cadena de funcionarios corruptos que los extorsionan a lo largo del camino.
A lo anterior se añaden los enormes riesgos que deben padecer y la posibilidad de que, una vez en México, sean repatriados.
Así, sin duda, se liberan algunas presiones inmediatas dentro de Cuba, pero a un costo humano enorme y sin que las condiciones que generan el descontento y la desesperación mejoren.
Al contrario, desde que el 11 de julio del pasado año multitudinarias protestas se desencadenaron en varias ciudades de la Isla, las condiciones de vida en nada han mejorado y la represión se ha acentuado marcadamente: no solo en la calle, ese día, sino también después, mediante los juicios orquestados y las sentencias draconianas contra centenares de participantes, en su mayoría jóvenes, además de controles crecientes y generalizados.
De ahí que, a la menor oportunidad, el deseo por abandonar el país se convierta en compulsión para muchos.
Es la mezcla entre represión incesante y agudo deterioro de las condiciones de vida durante más de 60 años lo que ha convertido a los cubanos en un pueblo de exiliados y migrantes.
El número que ha abandonado el país por estas razones, a menudo en condiciones de altísimo riesgo, es impreciso, pero cálculos conservadores lo fijan en, cuando menos, dos millones de personas.
Las etapas de este éxodo cambian según las circunstancias y la política oficial: durante años, grandes limitaciones o la prohibición casi completa de abandonar el país; en otros momentos, tolerancia como fórmula para aliviar presión sobre la economía y atraer remesas que la apuntalen.
Pero también en varias oportunidades el gobierno ha sido promotor y manipulador de las migraciones masivas como estrategia política.
Ocurrió primero en 1965, cuando Fidel Castro anunció que quien quisiera podía irse, y habilitó un puerto al noroeste de la Isla para que los cubanos en el exterior sacaran a sus familiares por vía marítima.
Entre octubre y noviembre de ese año, más de 5.000 refugiados llegaron a Cayo Hueso, en Estados Unidos.
La avalancha condujo entonces a negociaciones con el gobierno de Lyndon Johnson y el establecimiento de los “vuelos de la libertad”, que funcionaron durante ocho años y transportaron a 265.000 personas.
El segundo episodio, entre abril y octubre de 1980, fue el éxodo del Mariel. Luego de que casi 10.000 personas abarrotaron la embajada de Perú, en La Habana, en busca de asilo, el régimen autorizó la salida indiscriminada de la Isla y utilizó el puerto de ese nombre, cercano a la capital, para abrir otra válvula al descontento y renovar presiones sobre Estados Unidos, esta vez con la salida de más de 125.000 refugiados, entre los que el régimen incluyó, deliberadamente, delincuentes comunes.
El episodio actual es más sofisticado, pero igualmente burdo y sigue el mismo patrón de los demás: manipular la desesperación humana como moneda de cambio y, en el camino, explotar a miles de seres humanos y hacer que su integridad pueda ser violada y sus vidas corran enorme peligro.
En esto, Ortega es el gran cómplice; Díaz-Canel, el gran impulsor, y, por tanto, el principal responsable de la perversa maniobra.