El acrónimo fue creado en el 2001 por un economista inglés (Jim O’Neill) que entonces trabajaba en un bastión bancario de Wall Street (Goldman Sachs). Su objetivo: dar un nombre común a cuatro grandes economías emergentes, destacar su creciente importancia global y hacerlas más fáciles de identificar para posibles inversionistas. Tuvo éxito inmediato, al punto que el nombre fue adoptado como sombrilla por esos países.
Dos décadas después, sin embargo, los Brics —inicialmente Brasil, Rusia, la India y China, a los que luego se agregó la S de Sudáfrica— han llegado a representar algo sustancialmente distinto: una agrupación que, aunque heterogénea en muchos sentidos y no ajena a disputas internas, converge por lo menos en dos propósitos: crear un polo de influencia económica para modificar la arquitectura financiera global y dar voz conjunta a una serie de reclamos contra las principales economías occidentales, particularmente, representadas por el G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido).
En lo primero, su principal aportación fue el establecimiento, en el 2015, del aún modesto Nuevo Banco de Desarrollo, dirigido por la expresidenta brasileña Dilma Rousseff, y al que se pueden sumar países que no integren el grupo; más allá, sus logros colectivos han sido reducidos. Los reclamos, aunque no siempre fundamentados, han tenido mayor eco, sobre todo, conforme la multipolaridad aumenta y también el descontento debido a la falta de reformas de la arquitectura económica surgida tras la Segunda Guerra Mundial, en particular el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Pero una cosa es plantear quejas y otra ofrecer opciones equilibradas y viables. Contra esto han conspirado, especialmente, las diferencias en visiones geopolíticas, pretensiones, orientaciones económicas, rivalidades y alianzas discrepantes entre esos cinco Estados. Rusia y China son dictaduras con pretensiones globales. La India, una democracia imperfecta, compite con esta última por el liderazgo del llamado “sur global”, y ambos países tienen serias disputas territoriales, que con frecuencia han conducido a enfrentamientos militares. Brasil, una democracia plena, y Sudáfrica, cercana a serlo, tienen mayor interés en su influencia en Latinoamérica y África. Y los nexos militares y económicos de cada miembro son muy distintos y a menudo discrepantes.
El lento avance sustantivo, aunque ligado a grandes ímpetus simbólicos y retóricos, quedó de manifiesto en la decimoquinta cumbre de los Brics, celebrada el pasado fin de semana en Johannesburgo, metrópoli sudafricana. Su principal decisión fue un éxito diplomático para China, interesada en su expansión, con apoyo de Rusia, pero gran escepticismo de los otros tres miembros, que al final cedieron a su presión.
La decisión de invitar a Argentina, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Irán, Etiopía y Egipto ampliará la huella simbólica del grupo y aumentará en cuatro la cantidad de autocracias integrantes, algo revelador y preocupante. Además, fortalecerá los intentos de Pekín por crear una instancia multilateral que pueda competir políticamente no solo con el G7, sino también con el G20, del que participan tanto fuertes economías occidentales como de otras latitudes, entre ellas los Brics. Sin embargo, la ampliación, además de reducir la influencia de las democracias, diluirá su capacidad de llegar a acuerdos de real importancia para el conjunto de sus miembros y el “sur global” en general.
En síntesis, la cumbre de Johannesburgo estuvo muy lejos de las grandiosas expectativas creadas por algunos propagandistas. Sí, logró impulsar la dimensión política del grupo, pero por un camino que difícilmente implicará aportes positivos al sistema internacional. Los países más sensatos y menos alineados en el conjunto, en particular Brasil y China, tienen la tarea de evitar un deslizamiento inconveniente en lo político e impulsar logros reales en lo económico. Las potencias occidentales, por su parte, deben entender que varios de los reclamos originales de los Brics tienen sentido y tomar la iniciativa para introducir modificaciones oportunas y realistas a la arquitectura financiera internacional en la que aún prevalecen.
