El 69 % de los ciudadanos tienen “ninguna o poca confianza” en la capacidad del gobierno para enfrentar el flagelo de la delincuencia, según la más reciente encuesta del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica (UCR). En una semana, los acontecimientos les dieron la razón.
El 15 de noviembre, el presidente, Rodrigo Chaves, y el ministro de Seguridad, Mario Zamora, demostraron absoluto desconocimiento de la ley de armas y, para más desasosiego, evidenciaron su ignorancia de un proyecto de ley apadrinado por el gobierno para enfrentar un supuesto vacío en esa legislación. El 22 de noviembre, el rechazo legislativo de ese proyecto, cuyo contenido ambos desconocían, figuró entre las razones para retirar las cinco iniciativas de ley planteadas por el Ejecutivo al Congreso.
Ninguno de esos proyectos resolverá el problema y todos adolecen de importantes defectos, no solo según el criterio de los diputados, sino también del Ministerio Público y el Departamento de Servicios Técnicos de la Asamblea Legislativa. No es de extrañar. Abundan los ejemplos de proyectos de ley defectuosos enviados por la administración al Congreso, así como los fallidos decretos ejecutivos que prueban la falta de pericia legal.
Basta citar el “error personal” admitido por el ministro de Hacienda, Nogui Acosta, en el proyecto de ley para aumentar el impuesto sobre la renta a los salarios y la avalancha de yerros detectados en las demás iniciativas fiscales, como el cobro del IVA sobre la totalidad del precio de los boletos de avión, incluidos los comprados en el extranjero. También, es inolvidable el proyecto de ley para combatir la corrupción con normas ya existentes en la legislación.
Con el retiro de sus cinco proyectos, incluido uno que estaba listo para aprobación en el plenario luego de las correcciones hechas por los diputados, el Ejecutivo evitó cuestionamientos y derrotas. A la vez, aprovechó para intentar, como lo ha hecho en otras ocasiones, el desplazamiento de la responsabilidad por la seguridad ciudadana hacia los hombros de jueces, fiscales y legisladores.
En adelante, proclamó el presidente, “les pasamos la bola, única y exclusivamente a ellos”. Su papel ya no incluirá el diseño y ejecución de políticas de lucha contra la delincuencia. Se dedicará a “reportar cada miércoles los asesinatos que, desde el punto de vista de la policía, hayan ocurrido o hayan sido a causa de las leyes débiles de este país o de las acciones erróneas de los jueces”.
En otras palabras, una vez a la semana la policía juzgará a los jueces y al ordenamiento jurídico en general. Cuanto más severo sea su juicio, menor será su responsabilidad y la de sus jerarcas en el lúgubre recuento presidencial de los homicidios semanales. Es una maniobra insólita.
Si el “punto de vista de la policía” sobre la ley y las actuaciones judiciales parte de que la posesión de una ametralladora AK47 no es delito, como creía el ministro de Seguridad hasta que este diario le informó lo contrario, o de la conveniencia de permitir a la Dirección de Inteligencia y Seguridad (DIS) participar en escuchas telefónicas, pese a ser una dependencia del Ministerio de la Presidencia, o la necesidad de debilitar la presunción de inocencia, como proponía uno de los cinco proyectos de ley destinado a estrellarse contra el muro de la jurisdicción constitucional, el espectáculo de los miércoles promete ser fuente de constantes rectificaciones, polémicas y desinformación.
El anuncio del presidente es la culminación de una cadena de intentos de rehuir la obligación de velar por el orden y la tranquilidad impuesta al Poder Ejecutivo por el artículo 140 de la Constitución Política, que también contempla entre los deberes y atribuciones del mandatario “ejercer iniciativa en la formación de las leyes”. Estas facultades y obligaciones son indelegables, según el artículo 9 de la carta magna, lo cual contrasta radicalmente con las declaraciones del presidente: “A partir de este momento, el Congreso tiene la absoluta responsabilidad, sin participación del Ejecutivo, de generar las leyes que garanticen la desactivación, eficaz y contundente, de los grupos de crimen organizado”.
Pero desde el año pasado la administración, incapaz de enfrentar la ola de homicidios, comenzó a buscar un depositario de la responsabilidad. A ocho meses de asumir el poder, el mandatario rehusó reconocer lo que pudiera corresponderle de participación en la cifra récord de 654 homicidios en el 2022. La culpa se la adjudicó a la administración Alvarado, que solo gobernó cuatro meses ese año, y exigió iniciar su contabilidad en enero del 2023.
Ese mes estableció un nuevo récord y el gobierno cambió de responsable. Señaló a los jueces y fiscales a partir del caso de un hombre liberado horas después de matar a otro. Luego trascendió que fue defensa personal. También se describió a un homicida como portador de tobillera, cuando en realidad no la llevaba, y hubo un mar de quejas por la concesión de beneficios carcelarios hasta que se señaló que son decisión del Poder Ejecutivo.
Este año, el de la contabilidad de la administración Chaves, el número de homicidios superó, desde setiembre, el récord impuesto en el 2022. Varios incidentes demostraron, de camino, la desorientación del gobierno. El presidente aceptó la existencia de una crisis, luego la negó y culpó a la prensa por crearla artificialmente. Después convocó un vistoso acto público donde anunció la toma de las calles por la policía con unas jornadas de 6x4 que se desvanecieron en cuestión de horas ante la protesta de la Fuerza Pública. El gobierno también responsabilizó a los ciudadanos y los conminó a tocar la puerta de los narcotraficantes para exigirles abandonar el barrio.
El miércoles, a cuatro meses para la mitad de su mandato, el gobierno anunció el prometido plan de seguridad ciudadana, cuyo contenido apenas ha sido objeto de análisis porque el inesperado “pase de la bola” a los poderes Legislativo y Judicial opacó su presentación.
Uno de los objetivos del plan es reducir la tasa de homicidios en una cuarta parte de aquí al 2030, con lo cual volveríamos a los números del 2014. Ese año, la tasa había subido a 9,5 por cada 100.000 habitantes, luego de la disminución lograda por las políticas de la administración Chinchilla, que gobernó con prácticamente la misma legislación existente en la actualidad.