Este domingo culmina, cuando menos, la primera etapa de la elección presidencial. Todo hace pensar en la probabilidad de una segunda ronda. Así sucedió en las últimas dos elecciones y en tres de las cinco celebradas en este siglo. Si las previsiones basadas en estudios de opinión se materializan, esperaremos hasta abril para saber quién gobernará en el próximo cuatrienio.
En cambio, este domingo conoceremos los recursos legislativos con que contará el próximo presidente, y en ese campo los pronósticos son reservados. El número de partidos inscritos hace pensar en un futuro Congreso atomizado hasta el punto de la parálisis; sin embargo, el sistema electoral costarricense dificulta las predicciones. Dependiendo de la dispersión del voto y de los subcocientes, la representación podría concentrarse en algunos partidos, incluso sin estrecha proporción con los sufragios recibidos.
No obstante, solo media docena de partidos parecen tener condiciones para aspirar a una segunda ronda presidencial y elegir diputados. Es una situación similar a la de hace cuatro años, pero en ambas una pléyade de partidos sin arrastre, trayectoria o plataforma figuraron en las papeletas para crear confusión más que ampliar la oferta electoral.
En la elección presidencial, las 25 inscripciones establecieron una marca y el débil compromiso de los candidatos con sus partidos quedó ejemplarizado con la decisión de una aspirante a la vicepresidencia de abandonar a quienes la postularon para dar la adhesión a un rival.
El Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) ya anunció las dificultades para dar a conocer resultados con la celeridad acostumbrada. Simplemente, hay demasiados candidatos y el conteo debe ser extremadamente cuidadoso. La amplísima confianza depositada en el TSE por la ciudadanía asegura una espera paciente, pero la advertencia de los magistrados demuestra la complejidad de la elección.
Tras la desaparición del bipartidismo, quedó pendiente la tarea de ajustar el sistema a las nuevas circunstancias. La representatividad y la participación nada ganan con la desmedida proliferación de partidos políticos, pero mientras la inscripción sea fácil y su anulación casi imposible, no habrá freno.
El sistema electoral ganaría mucho si los requisitos para formar un partido fueran más estrictos y su existencia dependiera de la efectiva participación en las elecciones y el apoyo de un porcentaje determinado de electores. Esas normas existen en otras democracias funcionales. El fenómeno de los partidos utilizados como vehículos para aspiraciones surgidas de la nada, sin relación con una carta de principios o la razón de ser de la agrupación, estimula la confusión. En esta campaña, vimos a los fundadores de una agrupación abandonarla en manos de los recién llegados para dar la adhesión a otro candidato, renegando del propio.
También es preciso revisar la doble postulación. Existe un proyecto de ley para eliminarla y merece consideración. En esta elección, 17 de los 25 candidatos presidenciales también procuran una curul. Sumada a la fácil inscripción de los partidos y los escasos requisitos para su permanencia, la doble postulación estimula la confusión, el personalismo y hasta el aventurerismo político.
La deuda política, como está estructurada, es otra invitación a probar suerte. La reforma también urge en este campo para evitar casos como el de un partido que resucitó en el 2018 cuando encontró un candidato presidencial con suficiente arrastre para participar de la contribución estatal y se separó de él apenas pasadas las elecciones.
La Asamblea Legislativa ya emprendió otra significativa reforma electoral para eliminar la reelección indefinida de alcaldes y exigirles tramitar un permiso sin goce de salario seis meses antes de los comicios para impedirles hacer campaña desde el cargo. Quizá el impulso reformista pueda aprovecharse para hacer los demás ajustes citados mientras nos planteamos la tarea más compleja, pero necesaria, de examinar el sistema de elección de diputados.