El Estado tenía cinco bancos. Todos eran indispensables y merecían el cariño de los costarricenses. Sin ellos, la patria andaría perdida. Más bien, era impensable sin sus cinco baluartes financieros. Desde ellos, se hacía justicia crediticia, se estimulaba la producción y se proveía recursos a un impresionante desfile de elefantes blancos.
En los buenos tiempos, el sistema socializaba las pérdidas y garantizaba réditos a quienes supieran ganarse su afecto. En algunos casos, fue más importante el proyecto que sus posibilidades de éxito. Mientras se desarrollaban los planes, había financiamiento para gastos y salarios. Eso ya era un éxito para sus beneficiarios. Agotados los recursos, los bancos hacían de depositarios de esqueletos de hormigón y acero u otros residuos.
El ecosistema era perfecto. A falta de competencia, los frenos los imponía la clase política, no el mercado. Los puestos de mando, apenas hace falta decirlo, estaban poblados por la propia clase política. Hablar de vender un banco equivalía a alta traición. La producción nacional era impensable sin ellos y un nutrido coro de políticos cantaba los peligros de abrir la puerta a la banca privada.
Los bancos del Estado parecían eternos hasta que el 14 de setiembre de 1994 el gobierno anunció el cierre del Anglo, abrumado por el mal manejo de fondos, dulces créditos fallidos, arriesgadas inversiones y actos varios de corrupción. Fue la primera quiebra y desaparición de un banco estatal. Del naufragio, solo quedaron cuentas por pagar. Pesaron durante largos años sobre las finanzas públicas y así contribuyeron a agravar otras carencias. Quedaron cuatro bancos.
El de Cartago se terminó de trasladar a San José y se hizo cada vez menos agrícola. Su presencia en la Vieja Metrópoli no era necesaria porque dos instituciones hermanas lo habían desplazado. Poco a poco, fue perdiendo atributos bancarios, pero venderlo era impensable. Tampoco había ánimo para cerrarlo. Se le insufló vida artificial mediante ingeniosas tareas inventadas o rediseñadas para su exclusivo beneficio. Allí, se pagaban los impuestos de salida del país hasta que nos dio vergüenza el anacronismo y eliminamos la obligación de pagarlos en ventanilla. Pero la cartera de créditos y la estructura administrativa eran insostenibles y el banco cerró, dejando otra estela de pérdidas incorporadas al déficit fiscal. Quedaron tres bancos.
El más pequeño pocas veces lo tomamos en cuenta porque pertenece a los otros dos supervivientes. Es el Banco Internacional de Costa Rica (Bicsa) y ha dado mucho que hablar, pero no vale la pena porque el gobierno ya propuso su venta. La idea es novedosa: plantea la posibilidad de deshacerse de él mientras todavía vale algo, y con algún provecho para el Estado. Los fondos se destinarían a disminuir la deuda pública. Quedarán dos bancos y todo indica que no hacían falta cinco. ¿Será necesario tener dos?
La deuda nacional es carísima, crece a ritmo acelerado y el pago de intereses absorbe recursos necesarios para enfrentar otras necesidades. El endeudamiento se alimenta a sí mismo porque ayuda a convencer a las calificadoras internacionales de un riesgo mayor y contribuye a elevar las tasas de nuevos créditos, algunos de ellos requeridos para atender la deuda, cuyo servicio deja un faltante por financiar en el presupuesto.
Como resta recursos al desarrollo de infraestructura, la deuda afecta la competitividad y también la calidad de vida. El rosario de consecuencias es extenso, pero no hace falta seguir sus cuentas hasta agotar los misterios para volver a preguntar si realmente hacen falta dos bancos del Estado cuando ahora sabemos, de sobra, que no hacían falta cinco.