Nuestro título es casi celebratorio: “Encuesta del CIEP revela alta confianza de votantes en TSE”. La noticia justifica plenamente el festejo. El Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) es piedra angular del sistema democrático costarricense, admirado en todo el mundo y responsable de la paz y la estabilidad política características de nuestro país.
El 67% de los votantes deposita un alto grado de confianza en la organización y fiscalización de las elecciones. Según el criterio de esa abrumadora mayoría, la labor del TSE produce comicios “muy confiables”. Esa convicción aparta a Costa Rica de las tragedias de naciones vecinas. No debemos olvidar, sin embargo, los orígenes del modelo vigente en una tragedia propia, causada por una disputa electoral.
Por eso, luego de celebrar el masivo apoyo al TSE y los procesos electorales, debemos cuestionarnos la razón de ser del 27% de los ciudadanos para quienes los comicios son “poco confiables” y el 5% convencido de que son “nada confiables”. En toda sociedad hay grupos excéntricos, proclives a creer o inventar teorías de la conspiración. Posiblemente a esa categoría pertenece una parte de los incrédulos, especialmente los más radicales, pero el criterio de uno de cada tres costarricenses no debe ser ignorado, no importa si es errado.
Es necesario investigar sus razones y responder las dudas, con argumentos y acciones, para evitar la repetición de una tragedia como la de 1948. Por ahora, la reedición de aquel episodio parece lejana, pero ningún esfuerzo es demasiado para preservar la convivencia en democracia, como la venimos disfrutando a lo largo de más de siete décadas.
¿Por qué, entonces, en un país con larga historia de elecciones libres, un 27% de los votantes deposita poca confianza en los comicios? Son procesos electorales observados por cuantos expertos internacionales muestran interés en hacerlo. Costa Rica, lejos de obstaculizar la visita de observadores internacionales, la estimula. Sus informes son recibidos con respeto. Las críticas son pocas y se difunden libremente por los medios de comunicación. Nunca tratan de un voto robado, sino de defectos puntuales, en nada conducentes a cuestionar el sistema en general. Misiones de la Organización de los Estados Americanos han criticado, por ejemplo, la reelección indefinida de los alcaldes y sus consecuencias para la participación ciudadana.
También son comicios admirados en todo el mundo y clasificados entre los más ejemplares. El International Institute for Democracy & Electoral Assistance, con sede en Suecia, clasifica la calidad de nuestros procesos electorales en el cuarto lugar de 165 países estudiados, con una calificación perfecta, en consonancia con muchos otros análisis, similares en sus conclusiones. Ninguno clasifica a nuestro país fuera de los primeros lugares.
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No obstante, el 27% de desconfiados existe, así como el 5% totalmente convencido de la falta de integridad del proceso electoral. La primera causa de ese fenómeno son los discursos empleados, en más de una oportunidad, para justificar derrotas y promover intereses políticos cortoplacistas. Quienes así han procedido deben prestar atención a esa tercera parte del electorado para aquilatar el daño causado y ponderar si el beneficio esperado o recibido del exabrupto justifica el peligro creado.
Existe, también, una causa propia de este momento histórico: las redes sociales y su capacidad de difundir mentiras, confiriéndoles, a fuerza de amplísima diseminación, un valor equiparable al de las verdades. El efecto está bien demostrado en democracias avanzadas, donde el veneno informático siembra desconfianza en las instituciones, comenzando por el sufragio. Estamos a tiempo de frenar el deterioro y reparar el daño, pero no hay tiempo que perder. Para comenzar, es necesario dominar la retórica.