La biocapacidad del territorio nacional, entendida como su aptitud para proveer los recursos exigidos por la población y absorber los desechos derivados del consumo, fue sobrepasada hace más de una década, pero el exceso se incrementó de manera alarmante entre el 2002 (3%) y el 2012 (11%).
En promedio, los costarricenses consumimos un 11% más de lo que nuestros bosques, suelos y aguas pueden ofrecer y regenerar. En otras palabras, estamos utilizando los recursos vitales de generaciones futuras. Hacemos una buena labor en materia de cobertura boscosa, conservación y protección de la biodiversidad, pero carecemos de políticas energéticas adecuadas, descuidamos la calidad del aire y permitimos el crecimiento desordenado de las ciudades, sin políticas eficaces de ordenamiento territorial.
Los cálculos constan en el Decimonoveno Informe Estado de la Nación , pero en el 2012 la Global Footprint Network estimaba el consumo de los costarricenses en el equivalente a 2,5 hectáreas globales, mientras la capacidad del territorio nacional solo permitiría el consumo sostenido de 1,6 hectáreas.
Los métodos de medición pueden ser objeto de debate, pero no el efecto general de nuestros patrones de consumo. En sí mismo, el crecimiento de la población implica mayor presión sobre los limitados recursos naturales, pero la huella ecológica podría ser menor, si adoptáramos mejores políticas energéticas, evitáramos el desperdicio y organizáramos el desarrollo urbano.
El país podría reducir su deuda ecológica de manera significativa, si se empeñara en explotar sus fuentes de energía limpia, como la geotermia, los recursos hídricos y los eólicos. Los obstáculos a la liberación de esas riquezas son mentales, más que físicos. El Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) no tiene la capacidad financiera para desarrollar los proyectos posibles y necesarios, pero algunos sectores de la sociedad insisten en impedir la participación complementaria de la empresa privada. El ICE, por su parte, podría concentrar su atención en el desarrollo de grandes proyectos geotérmicos, pero un ecologismo malentendido les impide el acceso a las abundantes fuentes de energía enclavadas en los parques nacionales.
Abundan los intentos fallidos de ordenamiento territorial, pero se construye sin permiso aun donde existen planes ordenadores. Durante la última década, 300.000 viviendas fueron edificadas sin permiso municipal, muchas de ellas en zonas sensibles desde el punto de vista ecológico. En algunos cantones, el incumplimiento alcanzó el 60% de las construcciones. Según el Colegio Federado de Ingenieros y de Arquitectos, una de cada cinco edificaciones carece de permisos municipales.
La construcción informal, sin los controles establecidos por ley, además de dañar el ambiente, atenta contra la seguridad de quienes habitan y utilizan las edificaciones. Aparte de las municipalidades, la institución llamada a velar por el ordenamiento territorial de la Gran Área Metropolitana (GAM) es el Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo (Invu), pero su anunciada reestructuración se hace esperar, no obstante la urgencia del problema. Además, los grandes planes maestros dan tumbos y son objeto de debates interminables.
La falta de ordenamiento urbano incide con fuerza sobre el problema del agua. El 80% del agua para consumo humano proviene de fuentes subterráneas. La invasión de cuencas y terrenos sobre los mantos acuíferos ponen el abastecimiento en peligro. Para empeorar la situación, el país no cuenta con un inventario preciso de las fuentes.
En su edición del 2012, el propio Estado de la Nación cita el estudio internacional titulado “La huella del agua”, según el cual la población costarricense “utiliza un 31,2% más del agua que le puede dar el territorio. Mientras la huella hídrica promedio per cápita en el planeta es de 1.385 metros cúbicos (m³) por año, cada costarricense consume en promedio 1.490 m³ anuales, es decir, un 8% más que el promedio mundial”. En esa materia, como en las demás, tenemos una cultura del desperdicio a costa de las futuras generaciones.