
Cómodo en los cables de la luz, el yigüirro parece ofrecer música a las nubes indecisas. Acostumbramos afirmar que nuestra ave nacional, común en el mapa americano, eleva plegarias, como hace la fe de los creyentes, por la esperada lluvia.
Entre abril y mayo, cuando los aguaceros aún no se han convencido de conquistar la meseta y en las imágenes meteorológicas aparecen como vivas manchas de colores, el pardo yigüirro nos acompaña en el viaje a otra estación. Decimos que pide agua, pero lo cierto es que busca obedecer al Génesis; es decir, anda con ganas de diversión, no en asuntos de trabajo.
Al yigüirro le han puesto el ojo algunos poetas, entre los cuales se cuenta José María Zeledón. En el libro Mi hogar y mi pueblo se halla una poesía suya (o con arreglo de él, la información que encontré se contradice) que sin duda muchos recordamos y que empieza así: “¿Quién mató al yigüirro? Yo, yo lo maté, con mi arco y mi flecha, dijo el soterré”.
Jamás entendí por qué Billo Zeledón convirtió al inofensivo soterré en asesino en serio, pero la volátil confesión tiene que haber pesado mucho en la dura sentencia que lo acompañó ante muchas generaciones de escolares.
La poesía atribuida a Zeledón es un aviario. En sus estrofas andan, además de los pájaros mencionados, la lechuza, la viudita, el zopilote, la golondrina. Todos eran conocidos por nosotros, niños de barrio, poza y escuela pública, que alcanzamos a verlos desde los patios, a los que entonces llamábamos “cercos”, palabra que actualmente se aburre en la bodega del habla popular.
Bien, pues en cercos, patios, terrazas y parques anda por estas fechas el omnipresente yigüirro, humilde músico callejero, dele que dele a su son. O sea, nada pudo hacerle el dañino soterré a la especie, que se halla muy lejos del peligro de cantar viajera.
Claro, tomemos en cuenta que lo apadrinan humanos de la guarda, apartado en el cual menciono un ejemplo que veo a menudo frente al hotel Grano de Oro, en el barrio San Bosco, donde alguien acomodó en un árbol una casita (como esas para portal) en la cual manos que desconozco, pero sospecho, colocan religiosamente bananos y otras delicias.
Aunque nadie me lo está preguntando, confieso que comprar frutas para convidar a las aves es una afición presente en mi lista de gastos (o quizás debo decir inversiones). Se me facilita mantenerla por la ventaja que da vivir en un país tropical y, encima, muy cerca de donde las consigo casi regaladas. Por dicha, el yigüirro es de gustos sencillos y le entra a todo, ser un símbolo nacional jamás se le ha subido a la cabeza. Y bien que podría presumir, ya que fue de los primeros; en la actualidad el cuento es muy distinto.
Los estudiantes de hoy ven cómo la lista crece con cada sesión legislativa. Al monstruo de cuesta de Moras –me refiero al edificio– entra un bicho y sale transformado en símbolo nacional. Claro, están las excepciones, como en todo. Sabemos de mañosos, espueludos y con así colmillo que se instalan por larguísimos cuatro años. Lo bueno es que vencido ese tiempo se extinguen políticamente, es decir, dejan de molestarnos.
Pero, sigamos mejor en cosas agradables, así que regresemos al yigüirro, al que dejamos picoteando en busca de comida. El que habita en la ciudad pulsea a diario el bocadito (así se decía antes); el del campo tiene a la mano (es un decir) las frutillas del güitite y del muñeco, las guineas que maduran en la cepa. El menú es tan amplio como el de un restaurante chino, pero sin los platos numerados ni el confite final envuelto en papel de arroz.
Antes, cuando mencioné a los “humanos de la guarda”, olvidé por alguna razón a mi abuela paterna, la única persona a la que he visto ser dueña de un yigüirro. El suyo era un macho y lo tenía en una jaula grande en la que le colocaba agua, por supuesto, y plátano maduro.
Ignoro cómo lo obtuvo, la cosa es que lo chineaba amorosamente y el ave parecía estar aquerenciada, o sea, acostumbrada al cautiverio. Brincaba con calma de un palillo al otro, cantaba cuando debía y era, visto con la distancia de muchos años, quizás la manera que halló la abuela para tener siempre cerca algo que le recordara la promesa de las lluvias.
La abuela amaba el invierno y es esto, que estamos a sus puertas, lo que el yigüirro (sin saberlo) anuncia desde la primera luz hasta la última. Su canto coincide algunas veces con la hora en la que cuaja el deseado chaparrón y es posible seguirlo mientras se extiende, allá a lo lejos, por las faldas azules del Barva y de las Tres Marías.
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Ovidio Muñoz es periodista.