El día que Jorge Mario Bergoglio resultó elegido papa, un curioso regocijo me estremeció el alma. No sabía quién era él ni qué méritos había hecho para convertirse en el sucesor de Pedro, pero tuve la sensación de que se avecinaba una era de esperanza para la Iglesia católica.
El hecho de que el nuevo pontífice fuera latinoamericano, el primero de la historia, me pareció una maravillosa oportunidad para que las oraciones del Vaticano fueran acompañadas por una labor pastoral más intensa en la región del planeta donde viven más católicos.
Sin embargo, a lo largo de sus 12 años de pontificado quedó claro que aquel apasionado sacerdote jesuita que solía viajar en bus, calzar zapatos viejos y evangelizar en los barrios pobres de Buenos Aires, llevó a Roma un estilo muy diferente para predicarle al mundo el amor al prójimo.
Con la jovialidad y el tono acogedor que lo caracterizaban, el papa Francisco logró tocar millones de corazones con su ejemplo de humildad y misericordia, pero también mostró una singular valentía para señalar las injusticias y aberraciones que inquietaban su espíritu.
Nunca tuvo necesidad de alzar la voz ni golpear la mesa para que sus palabras sacudieran los muros de la Santa Sede o ruborizaran a los líderes mundiales. Su cercanía con el pueblo y sus necesidades lo invistió de una sólida autoridad moral para ser escuchado.
En las barriadas conoció la pobreza, la violencia, la corrupción y la discriminación. Por eso, uno de sus grandes anhelos fue que la Iglesia llegara a “las periferias” físicas y espirituales de la humanidad para llevar un mensaje de consuelo e inclusión, en especial a los marginados.
Sin duda, Francisco fue un pastor de carne y hueso, quien nunca quiso subirse a los pedestales del Vaticano, pues prefirió cuidar de cerca a su rebaño.
Precisamente, ese rasgo tan humano explica la familiaridad con que la gente percibía al Santo Padre, quien era capaz de enternecerse con el abrazo de un niño o de un enfermo, pero que también disfrutaba de un buen tango, un sorbo de mate o un partido de fútbol. Misión cumplida, que descanse en paz.
