Viajaba hacia Cobá, en la península de Yucatán, cuando en la carretera llamó mi atención una pequeña pirámide junto a la base de un puente. Era idéntica en todo, menos en el tamaño, a aquellas que años atrás me habían deslumbrado en el Petén.
Aunque no dije nada, el chofer del carro, un yucateco joven, supo leer la sorpresa en mi cara. “¿Sabes qué es?”, preguntó desde el espejo retrovisor. Respondí que sí, pero que ignoraba la función de aquella obra en miniatura, hecha como para que jugaran niños.
Quiso conocer cómo andaba yo en materia de credulidad e intuí por dónde iba la procesión; como no estaba interesado en un diálogo directo hacia una calle sin salida, opté por una respuesta conciliadora: “No creo, ni dejo de creer”.
Era de noche y aun en la oscuridad se sentía la presencia del mar, sobre todo en el bochorno que se imponía sobre el aguacero. Faltaba mucho para llegar al destino y necesitábamos comer. Paramos en una pizzería y cuando estuvimos instalados en la mesa, y ya habíamos ordenado, el chofer volvió al asunto de la pirámide.
“Cuando empezaron a construir el puente que viste, no había manera de avanzar”, dijo. “Lo que hacían los trabajadores un día amanecía despedazado al día siguiente; así pasó varias veces”.
Imaginé la obra en el suelo, a los obreros sorprendidos y en busca de respuestas. Hallarlas, según la versión del chofer, fue más o menos sencillo... aunque no estaban en este mundo.
Después de muchas consultas, los encargados de levantar el puente concluyeron que había solo una explicación posible: en el proceso de abrir la tierra habían destruido algo, posiblemente una tumba, y los aluxes, enojados por la profanación, harían imposible continuar.
Para los descendientes de los mayas, los aluxes son, en términos sencillos, como los duendes para otros pueblos. Se dedican a las travesuras, esconden objetos, pierden animales, echan a perder las milpas, botan con herramientas diminutas incluso el concreto más firme.
La pirámide bajo el puente pretendía calmar la molestia de los aluxes y la construcción terminada –y en uso– atestiguaba el éxito de la maniobra.

El episodio oído aquella noche, bajo la lluvia, no resultó para mí algo ocasional. Fui niño cuando era común que se hablara de experiencias que excedían lo comprensible. Para no ir muy lejos, crecí oyendo a mi madre contar que en su juventud vivió un hecho extraordinario.
Tenía 18 años cuando entró a trabajar como enfermera al Hospital San Juan de Dios, dirigido entonces por las Hermanas de la Caridad, quienes descubrieron pronto su vocación y al poco tiempo de haber empezado le asignaron el turno de noche en una pensión, espacio que ocupaban los pacientes de plata.
Una madrugada, mientras se encontraba en un cubículo, oyó aproximarse un manojo de llaves. Siguió en lo que estaba, convencida de que era alguna de las monjas; únicamente se giró al sentir una mano sobre su hombro derecho.
Horas después, cuando salió del desmayo, dijo a quienes la atendían que al darse la vuelta, sus ojos se toparon con una religiosa suspendida en el aire.
“Después me explicaron”, relataría mi madre muchas veces, “que si se atrevió a tocarme, fue porque vio que yo era valiente, que yo debía haberle preguntado, como hacía con las otras monjas, ‘hermana, ¿qué se le ofrece?’”.
Todo aquello lo creía yo a ciegas, sin dudar nunca de nada. Con el paso del tiempo, entendí que el ámbito en el cual crecieron mis padres fue muy distinto al mío; para ellos, lo real y lo mágico eran siameses. Yo opté por separarlos, pero eso no evitó que una noche los encontrara tan juntos como antes.
Soñé que visitaba a una amiga mexicana cuya casa no había visto nunca. Soñé que su apartamento se encontraba en un segundo piso, que la pintura era turquesa y que por una ventana pequeña se veía a los lejos la Ciudad de México.
Días después, mientras conversaba con ella, recordé el sueño y lo compartí. Oí su silencio... “Mi casa está en un segundo piso, hasta la semana pasada fue turquesa y tiene una ventana, aunque es grande, por la que puedo ver la Ciudad de México”.
Pensé que bromeaba, pero insistió en que no: la casa de mi sueño era la suya, solo que a 2.000 kilómetros de aparente distancia.
Dejé de buscar una explicación para aquello, también para la historia del chofer yucateco y para lo vivido por mi madre en el San Juan de Dios de los años cuarenta. Quién sabe, tal vez todo sea como lo vio Rubén Darío: “La vida es misterio; la luz ciega y la verdad inaccesible asombra”.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.