Al acercarse esta época del año, aún recuerdo aquellas cuando me sentía perdida de dolor por tantas razones tan difíciles de entender y describir para la que yo era entonces.
Por ello mismo, pienso en quienes pasarán por ese malestar, tan familiar e inevitable, durante tanto tiempo en mi propia vida y la de tantos más en cada país del mundo.
Los fines de año se vuelven un tiempo duro de sobrellevar para mucha gente, según numerosos estudios, como los realizados por la Asociación Estadounidense de Psicología, debido a que las expectativas de felicidad se agigantan: existe una suposición de que seremos más felices que nunca, en compañía de una familia idílica, rodeados de mil amistades encantadoras y en una fiesta permanente de carcajadas, comidas y bebidas deliciosas.
La realidad golpea fuertemente la obligación de ser felices y endurece el hielo cortante del aislamiento afectivo en el que millones reciben la Navidad y el año nuevo.
Con la soledad, también se acrecientan presiones de otro tipo. Aquellos mensajes que recuerdan que la voluntad lo puede todo y que si se está mal, va por cuenta propia. La psiquiatría advierte sobre las enfermedades mentales que sentencian a las personas a un sufrimiento seguro y recetan fármacos, pero cierran la posibilidad de dar cabida a las palabras, pasando por los mensajes religiosos que recuerdan lo mucho que sufrió Cristo como para ser tan ingrato de dejarse agobiar. Hasta los gurús de la superación personal darán la guía o hierba para superar con buena cara las festividades.
Blogs, libros, películas, canciones, comercios, instituciones, amistades y programas zapoteños se referirán a “Cómo vivir una Navidad alegre a pesar de todo el sufrimiento que hay en el corazón”, “¿Cómo sobrevivir a la Navidad?”, “Terminando el año 2022 con gratitud”, “El cambio que queremos está en nuestras acciones” y otros cursis y cansinos enfoques.
Actitud realista
Abrazar el sufrimiento propio es una salida distinta a esas ruidosas e ineficaces ofertas, así como recordar que las fiestas tienen un comienzo —cada vez más temprano— y un final.
Como afirma la antropóloga india Veena Das, pese a que como sociedad no tenemos palabras para nombrar el dolor psíquico extremo, eso no quiere decir que sea incomunicable. Cuando alguien la está pasando mal, se nota en el aislamiento, en la risa forzada, en la rabia, en las fantasías de que otros están perfectamente felices, en la culpa, en el silencio.
Cabe recordar que la gente “deprimida” —como suele etiquetarse lo que se vive— no lo está porque quiere, ni tiene una pócima mágica para resolverlo y que los orígenes de las tristezas festivas son varios, entre otros, los demás. Por ejemplo, las familias que rechazan o se enconan contra el saco de boxeo en que se convierte a la gente que desentona, las amistades superficiales y la soledad terrible que esto significa para tantos.
Con ello no estoy negando la capacidad que tenemos para hacernos cargo y tomar distancia de una mala familia, y construir vínculos donde podamos ser quienes somos sin pagar un peaje. Tampoco desconozco que a veces la gente se acostumbra a estar mal en ese “mejor malo conocido que bueno por conocer” tan complejo de interpretar. Solo estoy intentando alejarme de los discursos voluntaristas que suman piedras a la carga de la época.
Contenido más humano
Sin que signifique que tengamos el poder de eliminar la tristeza de nadie, existe algo mínimo que ustedes y yo podemos hacer y se entiende bien recurriendo a la siguiente idea, atribuida a la antropóloga feminista estadounidense Margaret Mead.
A la pregunta en una de sus clases sobre cuál fue el primer signo de civilización en la humanidad, contrario a las respuestas que citaron las herramientas o utensilios de pesca o cocina, Mead sorprendió: el primer signo de civilización en una cultura antigua fue el hueso de una pierna que se había fracturado y luego curado.
La explicación de la científica fue que, entre los animales, la rotura implica la muerte, pues impide ponerse a salvo de los depredadores y buscar alimento antes caer presa de otro animal. Entonces, el hueso humano recuperado era evidencia de que alguien había cuidado a la persona tanto tiempo como para darle la oportunidad de que sanara.
Tal vez si hacemos un poco de silencio entre tantos Navidad sin ti, Canción para la Navidad, Carita de tugurio, Ven a mi casa esta Navidad y Gracias, Señor, nos será posible, como dice Das, “dejar que el dolor del otro me suceda a mí”, como una manera de dar un contenido más humano a los gestos vacíos de caridad, típicos también de esta época. El gesto es pensar cómo acompañar afectivamente. A lo mejor, nos sorprenderemos si, al hacerlo, resultamos un poco más felices también.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.