Alguien muy apesadumbrado decía, acerca del siglo XVIII: es terrible, todos los que vivieron entonces ya están muertos. Es un mal chiste, pero ilustra una oscura manera de ser, de ver o de vivir; no una pose, una impostura, sino algo que no depende solo de nosotros.
En este tiempo cuasi apocalíptico, en el que parece que el infortunio no se acaba sino que apenas comienza, prefiero tener arrestos para pensar como decía Lucrecio, el filósofo romano del que se sabe que nació cosa de noventa años antes de nuestra era, y poco más, aunque no para hacer como él, porque todo indica que se suicidó: lo que los seres humanos pueden y deben hacer es dominar sus miedos, aceptar el hecho de que tanto ellos como todas las cosas que tienen ante sí son efímeras, y aprovechar la belleza y el placer que ofrece el mundo.
Hay que esforzarse para ir en esta dirección, pero me consta que mucho se puede lograr. Exige determinación, que es el resultado de una disciplina férrea: qué bien se vive, si no se flaquea, le dijo un soldado a Winston Churchill en el ominoso noviembre de 1940; y también demanda curiosidad: abrir los ojos, como alguien decía de manera ciertamente triste, y observar todo lo que se pueda antes de cerrarlos para siempre.
El mundo es prolífico, puede ocurrir cualquier cosa. Esto es lo malo, pero también lo bueno. Uno no puede eximirse de las preocupaciones, pero puede moderarlas.
Y después de tan largo y enojoso preámbulo, voy a lo práctico, para lo que estoy aquí: cuando miro el entorno tan desanimado por lo que hace unos años era una ocasión festiva, que de eso tenía mucho el proceso electoral, y en cambio parece ahora una inquietante disyuntiva condimentada con histeria cívica de última hora, pienso que eso es lo malo; lo bueno es que el proceso ocurra, porque en otras partes es cada vez más habitual que ni eso. De todos modos, como decía el expresidente Obama, el poder de inspirar a la gente no es algo frecuente.
Pero donde menos se piensa, salta la liebre. Yo me entiendo: quiero decir que, con un poco de suerte, a la postre no nos irá tan mal, que podría irnos peor. Es un riesgo de la democracia participativa: cuando abrís la puerta demasiado, nunca sabés quién puede entrar. Pero esto no es tan malo: lo peor es que el que entre, se quede. Y todavía no ocurre aquí.
El autor es exmagistrado.