
Mi nicho académico nunca estuvo en las ciencias biológicas. Por lo tanto, no estoy seguro de haber comprendido todo lo que se expuso en el interesante debate científico cuyo resumen descubrí en mi más reciente paseo por las librerías. Los expertos abordaron temas relacionados con los procesos evolutivos y, de pasada, aludieron a los seres inanimados —esos que no consumen, ni crecen, ni se reproducen y son tan pasivos ante los cambios del entorno que no buscan adaptarse a ellos—, lo que me llevó a especular sobre el grado mínimo de complejidad que se requiere para considerar que una cosa es un ser vivo.
Pero me interesó más la idea de que la inserción de algunos objetos inanimados en el ambiente de una especie biológica puede representar para esta un salto evolutivo. Se sugirió, por ejemplo, que un sistema de aire acondicionado le resuelve a nuestra especie el problema de adaptarse para la supervivencia en un clima infernal. O sea, que el aire acondicionado nos convierte en algo así como unos moluscos que lograron protegerse del calentamiento global gracias a un caracol tecnológico.
A partir de ahí se me ocurrió que somos superiores al caballo gracias a que el automóvil es un carapacho que pone a nuestra especie en definitiva ventaja sobre los equinos en lo que respecta a la velocidad de desplazamiento terrestre. Ahora bien, si un caballo corre es porque está vivo y logra mejorar sus marcas y prolongar al máximo su vida ingiriendo los alimentos que le suministran, desde dentro, la energía necesaria para que su cuerpo realice a satisfacción todas las funciones, incluida la del desplazamiento. Pero ojo, esa energía endógena es la única que los caballos utilizan con cualquier fin, y creo que a nadie se le ocurrirá proponer que los conectemos a la red eléctrica para que se muevan con mayor velocidad. En resumen, la indudable ventaja que el carapacho metálico —el auto— le confiere al ser humano en eventuales competencias de velocidad es un resultado predecible de la evolución.
Lo triste es que no será el caballo el que «se paseará en todo», porque, para moverse metido dentro de su carapacho, el ser humano consume, mediante la quema de combustibles fósiles, ingentes cantidades de una energía exógena: la energía solar acumulada fotoquímicamente durante millones de años.
El autor es químico.