Siempre me ha impresionado como, a la vuelta de pocos días y unas cuantas lluvias, una vegetación árida y amarillenta eclosiona en una exuberancia infinita de tonos de verde. Las lluvias traen un despertar de la vida con una intensidad tal que pareciera que uno oye y ve a las matas crecer mientras un frenesí de bichos pulula por todos lados. Atrás quedaron el canto de las cigarras y las súplicas de los yigüirros pidiendo agua, pues agua reciben y a palos.
Este ciclo vital, creo, es parte de mi identidad como persona nacida y crecida en la región del trópico húmedo. La lluvia, el mosto de las plantas en hojas y ramas, los ríos de montaña que agitados vuelcan inmensos árboles y mueven rocas son elementos de mi ser-en-el-mundo. He vivido fuera algunos años y siempre, por más aquerenciado que estuviera, me hicieron falta las montañas azuladas, el agua y los bosques.
El agua, pues, es nuestra ineludible compañera de viaje y marca el ritmo de nuestra vida social. Por eso, es tan llamativo que insistamos en convertirla, cada año, en fuente de tragedias evitables. En efecto, la entrada de las lluvias en Costa Rica es no solo fiesta sino tristeza: ríos que arrasan puentes, casas, carreteras, escuelas; montañas que se rompen y amenazan poblados. Lo hacen ciertamente espoleadas por la fuerza desatada por las lluvias, pero la destrucción se multiplica por nuestra propia acción.
Me refiero al uso de los ríos como botaderos de basura a cielo abierto. Sabemos que esta práctica es dañina, pero seguimos impertérritos. Construimos casas y poblados enteros en los cauces. Construimos infraestructuras públicas como carreteras y escuelas en zonas de riesgo, sin ninguna previsión contra inundaciones y deslizamientos. Por cierto, la Comisión Nacional de Emergencias tiene un mapa detallado sobre esta situación.
El resultado de esta falla glamorosa en la gestión del riesgo, producida tanto por hábitos como por falta de políticas de ordenamiento territorial, es un desperdicio cíclico de activos, inversión pública y vidas. Cada año reconstruimos lo que se arregló el año anterior. Estudios internacionales calculan que el país pierde entre 1 y 2 puntos porcentuales de crecimiento anual debido a estos problemas evitables. Decimos que son tragedias, como si fueran plagas ajenas a nuestro control, pero la verdad es que son un monumento a la imprevisión.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.