
Está ocurriendo un paradójico proceso mediático: son tan frecuentes, impactantes y abrumadoras las noticias provenientes del narcoterrorismo, son tan grotescos y sangrientos los hechos que se reportan, que la ciudadanía en América Latina, estructuralmente indefensa ante el poderío de las organizaciones narcoterroristas, rara vez se detiene a pensar en el significado profundo y decisivo que el narcoterrorismo tiene, país por país, y en el conjunto del continente.
La denominación de narcoterrorismo, y esto es fundamental, no describe solo los casos más evidentes, como las narcoguerrillas de Colombia o de los talibanes, que tienen la producción y distribución de narcóticos como su principal fuente de financiamiento, pero también como mecanismo productivo y económico de control mafioso de las zonas campesinas donde se producen la planta de coca o la planta de amapola o el cáñamo, que son las materias primas fundamentales de la cocaína, la heroína y la marihuana, respectivamente.
La categoría narcoterrorismo engloba también a los grupos que, como parte de su actividad delictiva, socavan o penetran las instituciones del Estado; atentan y asesinan a policías, investigadores, jueces y periodistas; crean estructuras paramilitares; disponen de armamentos y arsenales; crean redes de complicidad y protección en zonas rurales o en grandes barriadas de ciudades de distinto tamaño, espacios que funcionan a la vez como cuarteles generales y guaridas.
Ejemplos como el Comando Vermelho o el Terceiro Comando Puro (TCP) en Río de Janeiro, Brasil, son inequívocos: se estructuran como una red jerárquica de pequeñas células armadas que controlan zonas de las grandes favelas (barrios), donde someten a la población y llegan al extremo de asumir funciones del Estado, como elemento sustantivo de su operación delictiva.
No exagero cuando afirmo que la visión de Pablo Escobar Gaviria, el poderoso narcotraficante jefe del Cartel de Medellín, que llegó a ser miembro del Congreso Nacional de Colombia, que se propuso fusionar narcotráfico y política en los años 80 del siglo XX, se ha materializado y extendido en numerosos países.
Nadie puede obviar que el modelo Escobar incluyó como elemento crucial la conformación del cartel como un grupo militar activo, defensivo y ofensivo a un mismo tiempo, pero, sobre todo, construido y alimentado a partir de la premisa de la letalidad necesaria e inevitable del narcotráfico: “Si alguien se atraviesa, hay que sacarlo de juego de inmediato”.
El Informe Mundial sobre las Drogas 2025, producido por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, nos recuerda que casi 97% de la cocaína que circula por Estados Unidos y Europa proviene de Colombia (67%), Perú (26%) y Bolivia (13%). Son datos tremendamente reveladores, porque demuestran que el negocio de la droga, a todo lo largo de la cadena, sea cual sea su escala, alcanza índices de mortandad extrema.
Es urgente detenerse en estos datos y hechos. En América Latina, alrededor de 52% de los asesinatos está directamente relacionado con el narcotráfico. Sin embargo, hay países donde esas cifras se disparan a niveles insólitos. Hay estudios que concluyen que en Honduras y en México, por ejemplo, más de 80% de las muertes violentas son producto de los negocios de la droga. Solo una parte ocurre como resultado del enfrentamiento entre bandas por el control de territorios o de rutas de distribución. En su mayoría, se trata de ejecuciones en escenas de tortura, en las que se causan sufrimientos indecibles, digo que inenarrables, a las víctimas.
El 19 de setiembre anterior, en las afueras de Buenos Aires, ocurrió lo que se conoce como “el triple crimen de Florencio Valera”. Puede que algunos lectores ya conozcan los hechos: tres jóvenes mujeres –una de ellas de solo 15 años– fueron torturadas de forma salvaje, golpeadas de modo incesante, estranguladas y mutiladas. La atrocidad fue transmitida a 45 personas a través de una red de acceso limitado. La monstruosidad, práctica conocida como “la venganza del narco”, fue causada por el robo de un pequeño paquete de drogas.
Menciono estos hechos aberrantes, protagonizados por una banda dedicada al trapicheo de drogas en una escala menor, para insistir en una cuestión medular: no importa el tamaño de la organización ni del tamaño de su territorio, el narcoterrorismo siempre mata.
Y mata, como cuestión primordial, para hacer sentir su poderío casi ilimitado, generar miedo e impunidad, y para advertir, tanto en el nivel de una calle, una barriada, en una ciudad o ante el Estado, que tiene capacidad y disposición para liquidar con todos los métodos imaginables –como ya dije, métodos cada vez más infernales–, para imponerse y alcanzar sus objetivos.
Esa lógica de doblegar toda resistencia a su actividad, sumada al descomunal tamaño del negocio –al menos $400.000 millones anuales, según la ONU–, han conducido, en un proceso de más de cuatro décadas, a que el narcotráfico cambiara su naturaleza a la de narcoterrorismo.
El narco quiere doblegar o vencer a los Estados. Y lo está logrando, en alguna medida. México, Brasil, Perú, Honduras, Ecuador, Colombia, Haití y otros, son países donde los tentáculos del narcoterrorismo influyen en las decisiones o toman el control de tribunales, parlamentos, cuerpos policiales y militares, ministerios y empresas del Estado.
El sueño de Escobar hecho realidad
Pero no ha sido en Colombia, sino en Venezuela, donde finalmente el sueño de Pablo Escobar Gaviria se ha materializado: el de un Estado –una dictadura– que tiene como médula espinal el tráfico de drogas; que se asocia al crimen organizado dentro y fuera del país; que tiene su propia organización: el Cartel de los Soles; que mantiene alianzas con grupos en una decena de países, y que utiliza los poderes del Estado -especialmente los organismos de seguridad, las fuerzas militares y el sistema judicial-, para garantizar operaciones protegidas e impunes, pero con una excepcional característica: no para someter al Estado, que ya está bajo su control, sino a los ciudadanos del propio país, secuestrando, torturando, matando, despojando a personas y familias de todos, absolutamente todos, sus derechos.
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Miguel Henrique Otero es presidente editor del diario ‘El Nacional’, de Venezuela. Artículo reproducido por acuerdo con el Grupo de Diarios de América (GDA).
