
Por muchas décadas, Costa Rica fue vista como un faro de la democracia en Latinoamérica. Incluso en otros continentes se admiraba a este pequeño país que, rodeado de dictaduras y regímenes militares, apostaba por el civilismo, la educación y la paz.
Eso ya no es así, o lo es cada día menos. No solo por los avances democráticos que han experimentado otros países de la región, sino porque nuestro propio sistema político ha empezado a mostrar sus costuras y desgarros. Hemos seguido, hasta la fecha, eligiendo libremente gobernantes y legisladores, pero es creciente el número de los ciudadanos que se abstienen de votar. Las encuestas muestran una desafección, un desapego de parte de la ciudadanía por la democracia, junto con un aumento de quienes están dispuestos aceptar opciones autoritarias.
Eso se debe, sin duda, a que la nuestra es lo que un diplomático norteamericano llamó hace años una “democracia disfuncional”, es decir una que se enreda en sus propios mecates y no es capaz de ejecutar soluciones para los problemas de la gente.
Aquel país modélico que envidiaban en la región era también, medido por el índice de Gini, uno de los más equitativos de América. Hoy es uno de los más desiguales del mundo. No se puede hacer esa triste transición en unas pocas décadas sin que ello tenga graves consecuencias políticas. Los partidos y los gobiernos, prensados entre la mezquindad y la miopía de los gremios empresariales y sindicales, no supieron hallar un camino de desarrollo que combinara crecimiento económico con oportunidades equitativas para todos.
Una de las peores consecuencias de todo eso es el rezago educativo. Porque también, aquel país con “más maestros que soldados” (fácil, puesto que no hay soldados) era de los de mayor logro educativo en la región. Hoy no lo es, aunque seguimos aprovechando un poco la cosecha residual de aquellos años. Las tasas de escolaridad promedio en el país se han mantenido básicamente estancadas por dos generaciones. Eso se refleja, por un lado, en la competitividad de nuestra economía, que depende de nichos en los que se trabaja con tecnología importada, pero también –y esto es quizá lo más grave– se refleja en la política. Porque esas dos generaciones que no lograron subirse al tren de la prosperidad (en el que ven pasar, saludando alegremente, a los que hablan inglés y estudiaron con computadora) sienten que la vida no ha sido justa con ellas y sus familias, y están abiertas a oír los cantos de sirena del populismo autoritario.
Por eso, en política se inclinan por quienes expresen su frustración, su disgusto y su odio por ese sistema que los marginó o los maltrató. A la desintegración social corresponde entonces una desintegración política. Los partidos tradicionales perdieron legitimidad, en parte por méritos propios y, en parte, porque son las víctimas propicias de ese populismo autoritario, hábil, ante un pueblo con poca memoria, en culparlos de todo lo malo, de todo lo “disfuncional”.
Y el único de los partidos emergentes que pudo haber enderezado el timón de la república, el PAC, se incineró entre sus propios errores y el sacrificio que debió hacer, en la administración Alvarado, para salvar al país del abismo fiscal.
A ese deterioro democrático, que podríamos llamar estructural, hay que agregar el que, por su cuenta, ha traído consigo nuestro actual presidente, con su constante irrespeto a las instituciones guardianas del régimen de derecho que nos permite seguir siendo una república.
A pocos meses de las próximas elecciones, el panorama parece ser desolador. En cierta forma, lo es. No se perfilan con suficiente claridad liderazgos que permitan abrigar la esperanza de un renacer cívico y democrático. Sin embargo, no creo que debamos resignarnos a ver sucumbir esa democracia de la que por tanto tiempo hemos estado orgullosos.
Una porción tal vez minoritaria de la población nacional recuerda y atesora los muchos logros que alcanzamos como sociedad en el siglo XX. Esa considerable minoría –si es que lo es– posiblemente está distribuida hoy bajo distintas banderas, o replegada de la política. Pero después del zarandeo de la primera ronda electoral, ese contingente debería ser capaz de reunirse, por incómodo que les resulte a algunos, en torno a la opción que mejor apunte a un renacer democrático, respetuoso de las instituciones y el régimen de derecho, y ojalá con una agenda ambiciosa en lo educativo, lo económico y lo social.
Y tenemos, no hay que olvidarlo, un órgano electoral que sigue siendo de los mejor valorados en el mundo. Uno de los pocos trapitos de dominguear que nos van quedando. De modo que no, no todo está perdido. Lo que pase, a fin de cuentas, va a depender de que salgamos a votar, de que convenzamos a otros de que también lo hagan, y de que les hagamos ver, con las mejores maneras posibles, que este país imperfecto merece una nueva oportunidad.
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Carlos Francisco Echeverría fue ministro de Cultura, Juventud y Deportes.