En 1985, la banda canadiense Rush incluyó en su álbum Power Windows una canción titulada The Manhattan Project, sobre la creación de la primera bomba atómica y sus implicaciones. En la letra de esa pieza, hay un verso que siempre he tenido grabado y que, traducido, dice: “Los esperanzados dependen de un mundo sin fin, digan lo que digan los desesperanzados”.
Este verso encapsula lo que una persona optimista debería creer sobre el futuro del mundo: que, a pesar de las crisis y de las amenazas, la humanidad sigue adelante, inventa, se adapta y progresa. Pero esta visión, que alguna vez pareció dominante, parece estar cediendo terreno frente a una postura mucho más sombría.
La idea de que la existencia de la humanidad es una maldición para el planeta, que nuestra especie es un experimento fallido y que estamos condenados a la autodestrucción debido a nuestra esencia malvada, ha ganado fuerza. Un exponente magistral de esta visión fue el comediante George Carlin, cuyo monólogo Jammin' in New York (1992) ridiculizaba la noción de “salvar el planeta”, argumentando que la Tierra ha sobrevivido a cosas mucho peores que la contaminación humana. En su lógica mordaz, la humanidad no es más que una plaga de pulgas que el planeta eventualmente sacudirá de su lomo.
El argumento se apoya en la realidad –que con frecuencia olvidamos– de que nuestra existencia sobre la Tierra ocupa apenas un pestañeo de los ojos en la inmensidad del tiempo geológico: todo marchaba bien antes de que apareciéramos y todo marchará bien una vez que nos hayamos ido.
Lo inquietante, sin embargo, es que siento que este desánimo ha venido calando profundamente, especialmente entre las generaciones jóvenes. Lo noto en conversaciones cotidianas, no solamente en los medios de comunicación.
Una manifestación de esta actitud de desánimo la encontramos en la creciente negativa a tener hijos que manifiestan tantas parejas nuevas. La idea de que traer nuevas vidas a este mundo es un acto irresponsable o incluso cruel se ha vuelto cada vez más común. Estas personas ven el futuro como un lugar de desesperanza, donde la violencia, las crisis climáticas y la inestabilidad política hacen que cualquier intento de construir algo duradero sea inútil.
Pero muchos de mis amigos más entrados en años se cuestionan también si volverían a tener hijos si tuvieran que decidir hoy. A veces, en conversaciones de sobremesa, me gusta proponerles a mis comensales esta cuestión: si, eventualmente, la ciencia hiciera posible la inmortalidad, ¿la elegirían? La respuesta suele ser que no y, en muchos casos, ello se debe a esa visión negativa del futuro.

Sin embargo, ¿es el mundo realmente tan sombrío? El psicólogo Steven Pinker sostiene que no. En sus libros The Better Angels of Our Nature (2011) y Enlightenment Now (2018), explica que, a pesar de lo que nos dicen los titulares alarmistas, el mundo ha mejorado en muchos aspectos: la violencia ha disminuido, la pobreza extrema se ha reducido drásticamente, la educación y la salud han avanzado como nunca antes. Pero los avances a largo plazo suelen ser eclipsados por crisis inmediatas que refuerzan la sensación de que todo va de mal en peor.
Ahora bien, si elegimos ser optimistas, ¿qué podemos hacer frente a este panorama de desánimo? Primero, debemos cuestionar la narrativa del desastre inminente y poner en perspectiva los datos reales. Segundo, si bien los problemas del mundo son reales, nuestra respuesta no puede ser la resignación. La historia demuestra que el progreso es posible cuando la humanidad se esfuerza por encontrar soluciones, en lugar de rendirse ante el fatalismo.
Los desesperanzados podrán decir lo que quieran, pero los esperanzados seguimos apostando por un mundo sin fin. Y esa es la única apuesta que vale la pena hacer.
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Christian Hess Araya es abogado.