Hace unos meses, escuché a la activista y actriz estadounidense Jane Fonda, en una entrevista para un medio televisivo, hablar del valor de la amistad. Concretamente, Fonda aconsejaba a las mujeres televidentes que insistiéramos a las amigas a fin de encontrarnos con frecuencia y cultivar la relación, por lo fundamental que resulta para sobrellevar los problemas de la vida.
La amistad profunda y sincera es un vínculo poco frecuente, y difícil de encontrar y mantener, pero también suelen ser complicadas las relaciones esporádicas con gente poco conocida y, cada vez más, incluso aquellas con quienes nunca hemos visto ni veremos jamás. Todo, debido, entre otros aspectos, a la intolerancia que nos reciprocamos a partir de nuestro concepto rígido de lo bueno, la indulgencia con que nos miramos y la acritud que dedicamos a los distintos.
Pero para sostener un país, es decir, para tener lazos de respeto que nos permitan convivir sin destruirnos, teniendo como centro el bien común, debemos ser capaces de sostener los tres tipos de vinculaciones sin actuar como malhechores.
No es un asunto menor, pues nos obliga a sopesar cuáles actitudes y comportamientos nos molestan por narcisismo, inseguridades, resentimiento o envidia —para que podamos encargarnos a nivel personal de ello, sin hacer un escándalo— y cuáles son de tal naturaleza que no deberíamos pasarlas por alto, sino, más bien, denunciarlas.
Sociedad de víctimas
Las redes sociales ponen en evidencia que nos estamos constituyendo en una sociedad integrada por sujetos que no aguantan nada y no se dejan nada adentro, quienes frente al menor disgusto buscan hacer el mayor daño posible ante la mayor cantidad de espectadores.
Presenciamos una incapacidad para enojarse, alegrarse o llorar en privado, así como una negativa a hacer reclamos mesurados, interpelando únicamente a quien suponemos que nos ha ofendido.
Pienso que esto tiene que ver con un cambio en nuestras sensibilidades, muy bien descritas por el personaje Dallas, la terapeuta de la serie Divorce, interpretada por Talia Balsam, en la frase que le arroja a su cliente: “Tu sensibilidad es demasiado estridente”.
Por ejemplo, no nos indignamos o solidarizamos un poco, lo hacemos con altoparlantes y guirnaldas de brillantes colores, supongo que en espera de que, cuando nos causen daño, hagan lo mismo por nosotros.
El sociólogo francés Guillaume Erner apunta que vivimos en una sociedad de las víctimas: el número y la diversidad de víctimas ha crecido, reforzando la idea de que el mundo lo integran mártires y verdugos, y la compasión que inspiran los primeros agrava los conflictos y la violencia contra quien es clasificado de verdugo.
Para él, este hecho ha ocasionado un aumento indefinido de imposición de reconocimiento por parte de los grupos que se presentan como torturados, que puede golpear el concepto de igualdad.
Hoy día todo el mundo puede ser una “vístima”, como se dice en el trend de TikTok.
Trivialización de las denuncias
Pasamos de un secretismo enojoso (el terrible “la basura se barre debajo de la alfombra”) a una trivialización de las denuncias. La fórmula para ocultar su intrascendencia es disfrazarlas con los consabidos “lo cuento para que no se lo haga a nadie más”, “lo denuncio porque nadie más se anima”, “aquí nadie tiene corona”. Frases con las cuales se pretende hacer pasar por bandera colectiva lo que, por lo general, solo es resentimiento o envidia individual.
El carácter baladí de muchas denuncias y el gusto enorme que desatan en la audiencia ha dado pie, según mi razonamiento, al surgimiento de una ciudadanía nueva: la del denunciador profesional.
Se denuncia a una amiga —quien con la publicación se entera que ya no lo es— porque contó algo privado o se rio de un rasgo de personalidad de quien acusa.
Se delata al restaurante que mandó fría la comida, sin darle una oportunidad de corregir. Se señala al que calificó con un cero un examen, pone muchas prácticas en el curso o no sonríe lo suficiente, a quien ofreció hacer una compra en línea y cambió de opinión, al que dice un sentir contrario y hasta a quien tiene alguna fe religiosa o milita en cierto partido. Estas acusaciones se reconocen fácilmente porque siempre son ataques personales.
Neandertales, Australopithecus afarensis, cerdos, payasos de mierda, polos, chusmas, gentuza, chupamedias, manipuladores, idiotas, trogloditas, orangutanes, pichas, cisgaygacho, violento, chavestialistas son algunos de los arpones que se lanzan al cuerpo de quien cae objeto de una de estas supuestas denuncias.
Son tan comunes que tienen verbos: quemar, funar, cancelar, escrachar. A mí me gusta pensar que también pueden llamarse delitos contra el honor: injuria, calumnia y difamación.
Nos hace falta un poco de discreción, quedarnos en la soledad de cada vida con algunos malestares y para tramitarlos en privado o en el diván.
Y todo caso, la forma en que se vuelcan los malestares en las redes, constituye un desafío para quienes ejercen la psicología y nos dedicamos a la sociología: ¿Qué tipo de subjetividades son estas? ¿Qué clase de vínculo social construyen? Como me dijeron mis estudiantes de Psicología el día que discutimos este tema: la gente funa porque así no tiene que hacerse cargo, lo hacen porque salen impunes, para buscar apoyo a su malestar.
¿Denunciar? Sí, pero tras reflexionar. ¿En qué afectan a una serie de derechos? ¿Y a nuestro estilo democrático de convivencia? Parecen ser las preguntas que pueden orientarnos para saber dónde trazar la línea.
No descartar tan rápidamente
Dichas prácticas se traducen en el descarte como algo mejor visto cada vez mediante un mecanismo muy usado. Lo primero que ocurre es la clasificación: decir que esa amiga o pareja es tóxica. Lo segundo es la receta: ¡Debes alejarte de inmediato de alguien así! Y lo tercero (esto es opcional, pero común) denunciar: ¡Que todo el mundo se entere de lo lacra que es!
Nuestro tiempo es uno de encuentros voraces: lo queremos todo en un solo hombre-presidente, todo de una amiga, de un profesor, de una jefa y de un país. Si no es así, no deseamos nada. Se trata de un funcionamiento básico, tipo malo o bueno, lindo o feo, mediante el cual hacemos de la realidad y las personas caricaturas reducidas.
Para evitar apartar, se necesita autocrítica, sin duda, pero también empatía. No aquella falsa, que consiste en ponerse en los zapatos del otro, es decir, en la autorreferencial y narcisista que borra a aquel por el que decimos sentir, sino aquella descrita por la filósofa Edith Stein como nuestros sentimientos hacia la experiencia del sujeto ajeno y sus vivencias, en tanto extrañas y distintas a las propias.
Aunque sea por eso, entonces, no desechemos tan rápidamente a la gente.
En mi práctica docente, encontré que una forma maravillosa de derrotar el odio es la exposición a las diferencias: pedir a mis estudiantes que conozcan y frecuenten a una persona antagónica a sus ideas siempre ha dado como resultado la reflexión, la autocrítica y el derretimiento de un odio que a veces parece de acero.
Isabel Gamboa Barboza es doctora en Estudios Culturales y Sociales, está dedicada a la docencia universitaria y la investigación del sufrimiento y el vínculo social, las desigualdades entre mujeres y hombres y los discursos culturales acerca de la pobreza, la salud, la enfermedad y el poder, entre otros.
