Desde hace tiempo nos vienen advirtiendo sobre la pérdida de competitividad que acecha al país en medio del encarnizado reacomodo de fuerzas que experimenta la economía mundial.
Un enorme signo de pregunta gravita hoy alrededor de importantes actividades como el turismo, la atracción de inversiones extranjeras y las exportaciones de productos agrícolas y dispositivos médicos.
La caída de visitantes a Costa Rica es cada vez más acentuada y la reducción de operaciones de transnacionales como Intel y la salida definitiva de otras siembran el temor a una posible desbandada.
Este amargo coctel tiene un efecto directo sobre la producción nacional, la generación de riqueza, la recaudación tributaria y el empleo.
Hay quienes culpan solo a factores externos como los aranceles de Trump, pero es evidente que si estamos dejando de ser un país “pura vida” para visitar, invertir y prosperar, ello también obedece a pecados propios.
Nuestro fracaso en el combate a la inseguridad, por ejemplo, ya nos pasa factura. Las noticias de medios internacionales sobre el aumento de los asesinatos y la penetración del narco deterioran nuestra imagen.
Esta propaganda negativa, sumada al encarecimiento generado por la política cambiaria del gobierno, ya son temas frecuentes en las páginas digitales que brindan consejos a los viajeros sobre destinos para visitar.
Por otro lado, el rezago de infraestructura estratégica como aeropuertos, puertos, fronteras y carreteras no solo dificulta el trasiego de mercadería, sino que también encarece los costos operativos.
Aunque el bolsillo del consumidor final suele pagar los platos rotos, las notorias deficiencias de nuestro aparato logístico representan un gran desincentivo para los empresarios locales y extranjeros.
Mientras países vecinos hacen inversiones multimillonarias para mejorar el flujo de personas y cargamentos, la corrupción, la tramitomanía y los egos nos condenan a seguir viviendo en el tercermundismo.
LEA MÁS: BID advierte: Infraestructura y energía frenan la competitividad de Costa Rica
Además, nuestra incapacidad para revertir el apagón en la enseñanza pública amenaza a toda una generación con sacarla prematuramente de las aulas o privarla de la formación que exige el mercado laboral.
Frente a estos notorios signos de alerta, uno se pregunta: ¿Qué esperan los tomadores de decisiones para plantear soluciones? Hay que atreverse a pensar y, sobre todo, hay que decidirse a actuar antes de que nos caiga la noche.
