
¿Por qué, en estos tiempos, nos sentimos corriendo colina abajo o subiendo montaña arriba tantas veces en trechos tan cortos? ¿Por qué odiamos o amamos, gustamos o repudiamos como si se nos fuera la vida en ello constantemente en los diferentes minutos del día, en las redes, en las campañas, en las opiniones, en la manera de organizar y administrar las realidades que nos toca vivir? ¿Qué pasó con la prudencia, la moderación, la congruencia?
No se trata de haber perdido el timón de la moralidad por ser, de pronto, los mismos seres humanos que antes fuimos buenos, ahora muy malos, como si no hubiera existido de por medio la Ilustración y los cientos de años de educación civilizatoria.
En realidad, no sé cuán buenos hemos sido y qué partes de la historia han recibido megadosis de edición política, pero sí teníamos la certeza de haber dejado de ser personajes salidos de las películas del Viejo Oeste, donde los disparos y las balaceras se daban en media calle y había que esconderse en las casas o debajo de los tomaderos de agua de los caballos, para que no morir por el simple hecho de estar en la calle, de ser indio, de ser mujer, o por no pertenecer al mismo grupo de forajidos.
Se trata de entender que esta constante exaltación de los juicios, de las decisiones, de las posiciones, es el resultado no solo de un vacío educativo, sino también de la influencia de las tendencias de las redes sociales, del efecto de rebaño (positivo, según las necesidades de supervivencia), que nos sume emocionalmente en un mar de emociones dramáticas, por donde pasamos de la exaltación más poderosa al repudio más virulento.
A diario, vemos cómo las personas elevan y glorifican a otras con apelativos de genios, genias, seres extraordinarios, maravillosos y únicos, etcétera, etcétera, en los medios y gracias a los algoritmos que nos unifican en cotos de caza de consumo, sin que comprendan que esa forma de nombrar y comunicar tiene su contraparte, su bipolaridad. Y entonces llegan los apelativos de psicópata, tóxico, fóbico, etcétera etérea. El estado de gran excitación que produce la exaltación es un dínamo que, al quitarlo, muchas veces crea un enorme vacío, una profunda caída y, en casos patológicos, el más grande de los horrores.
Los sentimientos de bienestar y ánimo elevado que causa la exaltación no siempre son fieles a la realidad, ya que muchas veces viven solo en la mente y la percepción de quienes los crean, y por esta misma razón son utilizados en cultos religiosos y movimientos ideológicos.
Este elemento de la antigua retórica se ha convertido en un arma de manipulación muy efectiva, ya que los individuos se sienten con una inmensa fuerza y poder cuando están arriba, elevados por el poder del discurso que radicaliza sus opiniones y acciones conforme la racionalidad se pierde colina abajo, en medio de la carrera y el sonido de los tiros.
Somos empáticos por naturaleza, como estrategia de sobrevivencia, pero esta empatía puede verse manipulada con mucha más facilidad de lo que imaginamos, más aún si la exposición a esta enajenación de los algoritmos es frecuente desde la infancia y la adolescencia, cuando el cerebro aún no está formado o bien se forma con grandes vacíos educativos, como ya hemos mencionado.
Aunado a la suma de likes de las tendencias, está la necesidad de pertenencia a los grupos, el culto al consumo de identidades donde el “existir”, esa vieja palabra de la filosofía pasa a ser un decorado de streaming a pedido de las masas.
Tiempos de grandes miedos, de mecha corta, de poca tolerancia a la frustración, donde todo amortiguador del razonar, del sopesar y del proyectar al futuro las consecuencias de las acciones humanas se ha cambiado por el “lo quiero ya" de los prompts de las inteligencias artificiales, lo que deteriora los procesos cognitivos y el lenguaje como resultado de funcionar para las órdenes cortas y los resultados inmediatos.
Se necesita tiempo para bajar de la escalera de la exaltación. Tiempo para dejar de tender hacia algún movimiento en la cuerda de masas y valorar la dimensión real de las acciones y de la vida en general. Porque solo la calma logra desarrollar la reflexión que produce la prudencia. Solo la calma devuelve calma al valor real de la persona humana.
Dorelia Barahona es filósofa y escritora.