En 1979, los académicos norteamericanos Roger Fisher, abogado, y William Ury, antropólogo, establecieron un ambicioso proyecto de investigación sobre negociaciones en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Su idea era investigar exhaustivamente negociaciones consideradas exitosas.
Conversaron con decenas de negociadores indagando sobre lo que cada uno consideraba las razones de su éxito. Plasmaron los resultados de su investigación en múltiples trabajos académicos, pero lo que revolucionó la manera de negociar fue un pequeño libro que titularon Obtenga el sí. El arte de negociar sin ceder, que se convirtió en un gran éxito de librería y fue adoptado por la gran mayoría de Escuelas de Derecho y de Negocios del mundo como libro de texto.
El método basado en principios, como lo llamaron Fisher y Ury, consistía en conceptualizar la negociación como una colaboración entre partes, buscando resolver un problema en común. Esto, en vez de definirla como un conflicto, la manera tradicional de concebirla. Desde tiempos inmemoriales, las negociaciones se habían pensado como conflictos de suma cero, o sea, dos o más partes en busca de un objetivo, enfrentadas, que buscaban maximizar sus ganancias en detrimento de las contrapartes.

De acuerdo con la teoría de los juegos, esto significaba pensar la negociación como juegos de suma cero, en los que la ganancia de uno significaba forzosamente la pérdida del otro. El regateo, la amenaza y, en última instancia, el chantaje eran consideradas técnicas válidas de negociación.
Basados en sus hallazgos, Fisher y Ury, hipotetizaron que de lo que se trataba era de establecer situaciones en las cuales los negociadores se verían como colaboradores buscando solucionar un problema común, ya fuera la compraventa de una casa, el pago de una indemnización, el alto el fuego en un conflicto armado o el fin de una guerra civil.
La negociación basada en principios reconoce la legitimidad de los intereses de todas las partes. Ve a los negociadores como personas definidas culturalmente, con valores y emociones. Recomienda separar las posiciones de los intereses, es decir, diferenciar entre lo que se ha definido como deseable (posición) –una casa de tres habitaciones– y por qué eso se ha definido como tal (interés) –para qué quiero tres habitaciones, tal vez otros espacios cumplirían con la misma función–.
Los negociadores deben crear el mayor número de opciones de salida de la negociación, tales como compensaciones materiales, mayor prestigio o estatus. Además, deben tener muy clara su situación en caso de que la negociación no prospere. Fisher y Ury hablan de tener clara la mejor opción disponible en caso de que no fructifique la negociación.
El objetivo es que, al final de la negociación, todos los participantes se sientan satisfechos con los resultados, incluso aquellos que no obtuvieron todo lo que deseaban.
En los últimos años, han resurgido con fuerza los métodos de negociación basados en relaciones de fuerza y en el regateo. El método de negociación promocionado por el presidente Trump es un ejemplo de esta nueva tendencia: es casi el perfecto contrario al método de negociación por principios, que ha sido el paradigma dominante en los últimos 50 años.
Trump establece sus posiciones basándose en definiciones totalmente subjetivas de los intereses subyacentes. Su relación con la objetividad es muy tenue, ya que rechaza los consensos científicos en favor de sus intuiciones y preferencias personales. Su discurso y sus posiciones se basan en lo que él mismo ha llamado “hipérboles veraces”, “hechos alternativos”, y hasta en teorías de conspiración. Utiliza las amenazas (ya sea de imponer aranceles o de usar la fuerza) como recurso táctico, cambia drásticamente de posición y recurre a menudo al chantaje. Para Trump, toda negociación es un juego de suma cero cuyo resultado deseado es la imposición de su visión.
El republicano cree que la negociación por principios es una muestra de debilidad, al igual que el poder blando, que ha caracterizado, hasta hace muy poco, el ejercicio de la hegemonía estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial: un “hegemón” benevolente que ha usado la fuerza solo cuando lo ha considerado estrictamente necesario. Demasiadas veces, me dirán algunos, y probablemente tengan razón.
Ahora bien, la magia del poder blando, concepto acuñado por el politólogo estadounidense Joseph Nye, recientemente fallecido, es que no solo es ejercido por el gobierno, sino también por la sociedad civil de un país, sus instituciones culturales, sus universidades, el cine y hasta la moda. Por alguna razón, hoy todos andamos vestidos de blue jeans, usamos gorras de béisbol y zapatos tenis. Para muestra, un botón.
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Cristina Eguizábal Mendoza es politóloga.