El escritor estadounidense John Steinbeck recibió en 1940 el Premio Pulitzer por su novela Las uvas de la ira. La obra narra la historia de la familia Joad, que migra de Oklahoma a California para enrolarse como jornaleros en las plantaciones frutícolas. Las páginas del libro evocan muchas cosas, pero sobre todo pobreza extrema y dolor emocional.
La familia Joad existió, probablemente con otro nombre. Durante la década de los treinta, a raíz de una tragedia ambiental que se conoce como el dust bowl o cuenco de polvo, numerosas personas provenientes de Oklahoma, Kansas y Texas migraron, en caravanas, hacia el oeste de Estados Unidos, tras años de hambre, sequía y tormentas de polvo. Tiempo atrás, las plantaciones de cereal habían prácticamente desaparecido debido a la sobreexplotación y a las malas prácticas agrícolas.
El dust bowl, junto con las migraciones climáticas que se asociaron a él, fue uno de los primeros objetos de estudio de la psicología ambiental, que examina, en integración con otras disciplinas, la relación entre el ser humano y el medioambiente.
Algunas de las preguntas que guían las investigaciones tienen que ver con la influencia de la emergencia climática en la psique y en la conducta, los beneficios psicológicos y físicos que aporta el contacto con la naturaleza o qué consecuencias tienen las nuevas tecnologías e infraestructuras públicas en la salud mental.
La psicología ambiental también analiza por qué algunas políticas públicas y estrategias de negocio son más útiles que otras para enfrentar el cambio climático. Para ello, pone el foco en la conducta humana que subyace en los problemas ambientales y sus soluciones.
Disonancia cognitiva
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático del 2021, o COP26, celebrada en Glasgow el mes pasado, nos dejó un sabor agridulce. Aunque la evidencia científica es contundente y la realidad sobre el terreno es tangible, los líderes mundiales continúan estancados en el mal hábito de comprometerse en lo esencial, pero sin decir cómo ni cuándo.
En psicología, esto se conoce como “disonancia cognitiva”, y consiste en pensar una cosa y hacer otra. No todas las personas experimentamos esta disonancia de la misma manera: unas se avergüenzan, otras se autoengañan y no falta quien justifique lo injustificable. En cualquier caso, trae consigo incomodidad y malestar internos, quizá producto de la mala conciencia.
La disonancia cognitiva ayuda a comprender mejor, por ejemplo, por qué un discurso político, emotivo y arrollador sobre el cambio climático no es suficiente para que las iniciativas se materialicen.
Hace unos días, en la sección El explicador de La Nación, Christiana Figueres subrayó, como uno de los avances políticos más positivos de la COP26, el tono de urgencia y emergencia ante la crisis climática, que en palabras suyas “ahora es oficialmente aceptado por los gobiernos”.
Si la clase política y empresarial mundial está bien informada sobre el calentamiento global, ¿por qué los asistentes a la COP26 postergaron, una vez más, la decisión de eliminar a corto plazo los subsidios a los combustibles fósiles? ¿Por qué se acuerda, implícitamente, que algunos de estos subsidios son ineficientes y otros no? Aunque en apariencia estas cláusulas parecen meras sutilezas de lenguaje, en realidad son garantías políticas para mantener, al menos por ahora, el statu quo.
Ecoansiedad
La disonancia cognitiva que padecen quienes contaminan el mundo con malas decisiones posiblemente tenga algo que ver con los trastornos de ecoansiedad que son tratados, desde hace varios años, en los consultorios de psicología y psiquiatría.
¿Quiénes son las personas ecoansiosas? En el último número de la revista española Mente&Cerebro, disponible en el sitio www.investigacionyciencia.es, son descritas como prisioneras de una ansiedad sistémica, anclada tanto en la esfera de la intimidad como en las cuestiones geopolíticas mundiales.
Son personas que sufren parálisis emocional e incluso tetania —espasmos musculares en las extremidades—. Oscilan entre las ganas de actuar y la impotencia. Padecen “desgaste ecológico”, que recuerda la historia de Sísifo, porque tienen la impresión de subir una montaña una y otra vez con una pesada roca de acciones individuales, que acaba por agotar sus capacidades cognitivas.
Incluso pueden llegar a ser cínicas con la gente de su edad que tienen hijos, ya que opinan que las futuras generaciones vivirán en un mundo apocalíptico.
Déficit de naturaleza
Aunque no hay una única pauta terapéutica para tratar la ecoansiedad, la reconexión con la naturaleza, la meditación y la “desintoxicación mediática” son centrales para disminuir los síntomas.
Pero en tiempos de pandemia es difícil conectar con la Madre Tierra, ya que vivimos inmersos en las pantallas por razones de trabajo, relacionamiento y ocio. La situación es tan crítica que existen personas que sufren amnesia ecológica, la cual se produce cuando el contacto con la naturaleza se sustituye o se traslada al mundo virtual.
También existe el trastorno por déficit de naturaleza, que alude a un conjunto de enfermedades psicoterráticas causadas por la desconexión con la naturaleza.
Este déficit afecta sobre todo a niños y niñas y causa, entre muchísimas otras cosas, falta de concentración, estrés, irritabilidad, obesidad y deficiencia de vitamina D.
Si disfrutamos de la naturaleza solo en los documentales o nos lanzamos de cabeza en el metaverso que nos quiere vender Mark Zuckerberg, ¿correremos el peligro de olvidar el canto de los pájaros y el olor a tierra mojada? ¿En qué tipo de personas nos convertiríamos?
Reflexión obligada
La psicología ambiental plantea cuestiones fundamentales para el bienestar presente y futuro de la humanidad. A pesar de esto, en Costa Rica el debate público sobre salud mental y medioambiente es, cuando menos, tímido. Y llama la atención que sea así para un país que presume de ser pionero en sostenibilidad.
Si sabemos de antemano que la atención de la emergencia climática define la agenda pública y que, por su magnitud, nos obliga a modificar el estilo de vida, convendrá acortar la distancia psicológica que nos separa de este debate.
La experiencia muestra que, cuando somos emocionalmente conscientes de los hechos, los sentimientos son capaces de desplegar una energía notable, necesaria para la transformación.
Con esta energía, podemos hallar las respuestas que se esconden en nuestro propio corazón, durante los períodos de recogimiento, como Navidad y fin de año, frente al mar, en la montaña o en las faldas de uno de nuestros impresionantes volcanes.
Manuela Ureña Ureña cuenta con más de 10 años de experiencia internacional en las Naciones Unidas y la Unión Europea. Oriunda de la zona de los Santos, asesora a pymes en el diseño y ejecución de estrategias de internacionalización, así como en el análisis de riesgos y relaciones institucionales asociados a ella. Es asidua lectora y fiel seguidora del músico canadiense Neil Young. Siga a Manuela en Facebook y Linkedln.
Aquí les dejo una muestra de cuán relajante resulta el canto de los pájaros: