Donald Trump es el primer expresidente al cual se le imputa un delito en la historia de Estados Unidos, pero no es el primero en merecerlo. La presidencia está dotada de extraordinario poder y su protección se ha extendido más allá del período de servicio, pese a los escándalos de corrupción y la expresa autorización constitucional del enjuiciamiento luego de dejar la Casa Blanca.
La carta fundamental limita los efectos del juicio político (impeachment) ante el Senado a la remoción del culpable y su inhabilitación para volver a ocupar cargos públicos, pero aclara la sujeción del destituido al proceso penal y el castigo de conformidad con la ley. Así, la Constitución consagra el ideal democrático de sujetar a todos los ciudadanos, comenzando por el presidente, al imperio de la ley, pero esa no ha sido la práctica.
En los últimos 50 años, por lo menos dos expresidentes se salvaron de ser enjuiciados, debido al peso de la tradición, los cálculos políticos, el extraño pudor de exhibir manchas sobre el “excepcionalismo” del país y hasta la dificultad de encontrar un jurado imparcial para absolver o condenar a una figura tan conocida.
La relación de Bill Clinton con Monica Lewinsky no infringió la legislación penal, pero la mentira para encubrirla, bajo juramento, constituye perjurio. El fiscal Robert Ray consideró formular cargos, pero a fin de cuentas se contentó con un acto de contrición, consistente en la confesión del carácter engañoso y evasivo de la declaración.
Richard Nixon, investigado por delitos mucho peores durante el escándalo Watergate, no se atrevió a enfrentar el juicio político y prefirió renunciar. Su sucesor, Gerald Ford, lo perdonó para evitar el proceso penal. Se cuenta que, para justificarse en privado, portaba en la billetera un pasaje de una sentencia de 1915 (Burdick vs. Estados Unidos) donde la Corte Suprema estableció que el perdón implica una imputación de culpa y su aceptación, una admisión.
Trump y su cadena de escándalos no dejó, al parecer, ninguna alternativa. Compró todas las papeletas de la rifa para ser el primer imputado presidencial y podría terminar con por lo menos cuatro causas por adulteración de libros para silenciar a una actriz de películas para adultos, interferencia electoral, incitar a la sublevación en el Congreso y retención de documentos secretos. La pregunta es si una democracia es más perfecta cuando demuestra que nadie está por encima de la ley o cuando se limita a proclamar el principio en su texto constitucional.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.
