Es factible detener un barco de contenedores de 400 metros de largo, cargado hasta la coronilla, que navega a todo motor por el océano. Sería necesario alcanzarlo con botes fuera de borda, a toda velocidad, escalarlo con alguna técnica sofisticada, amarrarlo con cables y sogas y atarlo a un barco aún más grande o a varios de tamaño mediano, distribuidos detrás de él, y jalarlo hacia atrás para detener su marcha.
Sí, puede lograrse, pero a un alto costo. Recursos productivos, en este caso barcos, mano de obra especializada, innovaciones tecnológicas, tendrían que redirigirse con el objetivo de detener el gigante.
A estos costos de operación, debe agregarse el precio que tienen que pagar las empresas y consumidores que esperaban contar con los productos transportados en el barco. Sus pérdidas revertirán en una reducción de su demanda total, incluida aquella que sería satisfecha por los propietarios de los barcos que participan en las tareas relacionadas con la correa. Sobra mencionar que un barco pequeño se puede detener fácilmente y a un costo muy bajo.
Sin importar qué variable se escoja para dimensionarlo, la economía china tiene un enorme peso en el mundo, no solo desde el punto de vista cuantitativo, sino también cualitativo, en vista del elevado componente de tecnologías avanzadas incorporadas en las cadenas de valor en las que participa.
China es como el barco gigante, navegando exitosamente por los océanos de un mundo globalizado e interdependiente. No lo hace sola, pues comparte ese espacio con Estados Unidos y otros países con economías fuertes, pero su peso relativo no puede ignorarse.
Según datos del Banco Mundial, el PIB de China en el 2022 fue de $18 trillones (millones de millones), superado solo por los $25 trillones de Estados Unidos (EU).
Estos dos países producen más del 40 % del PIB mundial. Otras economías grandes, como Japón y Alemania, están muy por debajo, en tercer y cuarto lugar, con $4,2 y $4,1 trillones, respectivamente.
Cabe resaltar que si la producción de bienes y servicios no transables de China fuera valorada con los precios prevalecientes en EE. UU. para esos mismos bienes y servicios (metodología de paridad de poder de compra o PPC), el PIB de China sería $30,3 trillones, casi un 19 % más elevado que la cifra comparable para EE. UU. y casi tres veces el PPC y PIB conjunto de Japón y Alemania.
En relación con el comercio internacional, China está aún más cerca de EE. UU. En el 2022, sus exportaciones e importaciones alcanzaron los $6,2 trillones, apenas por debajo de los $7 trillones de EE. UU., y muy por encima de Japón y Alemania.
La inversión externa de China, de $160 billones (miles de millones), es otro indicador del importante papel que desempeña en la economía global, aunque está lejos de los números de Estados Unidos. De hecho, entre las cuatro grandes economías, China ocupa el último lugar, después de Alemania y Japón.
Esto, por cierto, tritura el argumento de que China peligrosamente busca influir en el mundo por medio de la adquisición de activos en otros países. Pareciera que con este criterio los infractores serían otros países.
En todo caso, si hubiera algo de verdad en el argumento de que la inversión extranjera es un mecanismo de control, China sería más bien una víctima, pues en el 2022 Estados Unidos la superó en la recepción de inversión externa ($189 vs. $285 billones), con Alemania y Japón en segundo y tercer lugar.
Otra manera de dimensionar apropiadamente la economía china es analizar la magnitud de sus reservas internacionales. A setiembre del 2023, tenía $3,12 trillones (incluidos $400 billones de Hong Kong) en reservas internacionales, casi dos veces y media las de Japón ($1,3 trillones) y más de diez veces las de Alemania ($300 billones).
EE. UU. reporta una figura relativamente baja ($240 billones), pero, dado el preponderante papel del dólar en las transacciones internacionales, las reservas de EE. UU. son prácticamente ilimitadas, y cualquier comparación carece de significado.
Por cierto, China guarda más de $800 billones de sus reservas en bonos del Gobierno de EE. UU., lo que la convierte en el principal financista de los déficits fiscales acumulados de EE. UU.
Si además de lo anterior se tomara en cuenta el peso comparativo de la producción china de numerosos bienes y servicios, donde supera ampliamente a cualquier otro país, más razones existirían para cuestionar la efectividad de los esfuerzos dirigidos a frenar su ruta de desarrollo.
Es cierto que su actual tasa de crecimiento del 5 % es la mitad de lo que experimentó en los 30 años posteriores a las reformas impulsadas por Deng Xiaoping, pero aun así supera el crecimiento de cualquier otra economía avanzada y de casi toda economía del sur global.
La humanidad necesita adultos en los centros de decisión, no celosos halcones guerreristas con visiones cortoplacistas y de suma cero en sus cerebros.
Aun si las abyectas intenciones de poner una correa al desarrollo de China no fueran una amenaza para la paz mundial, las pérdidas de bienestar de simplemente intentarlo serían (¿ya están siendo?) masivas y las sufrirían todos los países, empezando por los que ciñen la correa.
El autor es economista.
