El cristianismo, por definición, no es ateo. Es una fe religiosa que no solo confiesa la existencia de Dios, sino que lo proclama encarnado en la persona de Jesús de Nazaret.
Hasta aquí creo que todos coincidiremos en lo que constituye la nota diferenciadora de esta creencia de otras. Pero en la actualidad somos testigos de un fenómeno particular y sorprendente: grupos y personas que se definen cristianas prescinden de Jesús de Nazaret en su propia definición religiosa.
Hay que entender bien esta afirmación. No tenemos más acceso a la persona de Jesús que la colección de obras que llamamos “literatura cristiana primitiva”, otras referencias a su persona son escasas. Y, dentro de estas obras, decididamente el Nuevo Testamento constituye la literatura más antigua que nos habla del predicador de Galilea.
Una literatura que nos sitúa en un tiempo, una situación política ya religiosa determinada y que nos presenta a Jesús como un condenado, un perseguido por el statu quo político-religioso, pero glorificado por el Dios de Israel, que liberó a los esclavos de Egipto.
Pues bien, los movimientos religiosos dejan de lado hoy estas obras y construyen su fe a partir de una idea que se sobrepone al testimonio histórico o teológico antiguo.
Es más, tergiversan los posibles significados de estas obras e imponen una relectura espuria, basada en ideas afines a estructuras de pensamiento no cristianos.
Uso de la religión para otros fines
Su característica fundamental es que son ateos, no se preocupan por definir cómo Dios se manifiesta en la historia de manera objetiva, como ha pretendido la ciencia teológica a lo largo de los siglos.
Se vacía el concepto de divinidad revelada en la historia para proponer una idea mágica de Dios. En este sentido, prescinden de Dios totalmente para ofrecer emociones, sentimientos e ideologías. No tienen ningún tipo de filtro doctrinal y se fundamentan en el uso de lo religioso para alcanzar otros fines.
Podríamos categorizar estos movimientos en dos clases principales: los clericalistas y los exaltados pneumatistas. Los primeros, como el nombre indica, perviven en instituciones religiosas establecidas. Se valen de estructuras jerárquicas existentes y se alimentan de su arraigo social.
Los segundos se desarrollan al margen de las instituciones reconocidas, forman nuevas plataformas sociales y apelan a una revelación espiritual superior.
Ambas tendencias tienen en común que no se preocupan por criticarse a sí mismas, no buscan crecer en consonancia con las ideas cristianas evolucionadas en la historia, usan el lenguaje cristiano de forma desviada y fomentan el lucro indiscriminado de sus líderes.
Máquinas financieras
Este es el punto crucial: son movimientos sociales totalmente funcionales para el capitalismo posindustrial y su meta es el lucro. Dios, en realidad, no importa, es solo el acicate ideológico para conquistar sus metas políticas.
Estos movimientos tienen pretensiones de asumir poder de forma descarada, usan argumentos tradicionales para sus reivindicaciones y manipulan a sus fieles ofreciéndoles bienes espirituales mágicos para sopesar su apoyo financiero. Se trata de toda una maquinaria orquestada para usar el nombre de Jesús en función de valores lejanos a él.
Por estas razones, los llamamos pseudocristianismos, porque la falsedad ideológica los caracteriza, los mueve y los sostiene.
No es de extrañar su éxito, porque la gran mayoría de los cristianos carecen de herramientas críticas para detectar sus artimañas ideológicas.
En eso estriba su fuerza, porque se presentan fuertes en términos de liderazgo y semejantes a los modelos actuales de éxito personal de la sociedad secular.
A ese éxito le llaman “bendición” o “protección” divinas, se valen de los subterfugios de la manipulación de masas y sustentan maquinarias financieras que les permiten una cuota de participación política importante.
La maquinaria religiosa unida al negocio
Los ataques filosóficos y políticos emancipadores de los dos últimos siglos, que trataron de apartar a las iglesias históricas de la participación política, terminaron por generar un vacío de sentido trascendental que estos movimientos intentan llenar.
No porque tengan intenciones de producir un pensamiento alternativo a las ideologías políticas, sino para generar la impresión de actuar religiosamente dentro de los espacios públicos para generar adeptos.
Podríamos decir que la única ideología cierta que los define es el deseo de unir la maquinaria religiosa con el negocio lucrativo.
Hay que subrayar que esto constituye una gran tentación para muchos ciudadanos que, ante el debilitamiento de los valores morales tradicionales y la presión de la competitividad, buscan desesperadamente seguridades “mágicas” a su inseguridad radical.
¡Cuántos tienen miedo de perder el beneficio económico que les ha costado generar a causa del irrefrenable deseo de producir más como valor absoluto de las empresas actuales!
Por la popularidad y el aplauso
Detengámonos un momento en las estrategia comunicativas de estos grupos. Los clericalistas son fundamentalmente dogmatistas, no porque les interese la “sana doctrina”, sino porque conquistan las mentes de las personas que experimentan la sociedad actual como un degradado moral o ideológico.
Hacen recurso a lo tradicional, a lo que se suponía sagrado y eterno, para promover a sus líderes como rescatadores de la perversión.
No es que los valores tradicionales sean malos, lo que es errado es el protagonismo personalista y absoluto, que no en raras ocasiones está acompañado de una ignorancia supina del devenir teológico erudito.
Los discursos “suenan” eclesiales, tradicionales y formales, pero en realidad esconden la perversión del usufructo, de la popularidad y del aplauso.
Los pneumatistas, por otra parte, prescinden de las estructuras tradicionales, aunque su discurso también señala los valores perdidos y se presentan como salvadores de la tradición. Pero su forma de publicitarse difiere, ya que asumen la “novedad” espiritual como su acicate ideológico.
Sus líderes se presentan como carismáticos iluminados, poseedores de dones sobrenaturales y capaces de conocer el futuro por simple revelación celestial.
Sus pretensiones políticas son más diáfanas, porque, al carecer de estructuras institucionales sólidas, esperan usar las públicas como puntales para sus intereses económicos.
Se valen de las habilidades desarrolladas por carreras afines al capitalismo posindustrial, como el marketing, para generar simpatías y publicidad.
Como la novedad es su atractivo, no en raras ocasiones las herramientas tecnológicas y los espacios culturales imitan los gustos burgueses y la facilidad comercial.
Engaño bien orquestado
¿Cómo han sobrevivido en nuestro medio y han podido crecer estos movimientos? Precisamente por su discurso tradicionalista, que está culturalmente enraizado, aunque hipócritamente sostenido.
Por eso, muchos cristianos encuentran en ellos la esperanza de rescatar algo que se siente perdido. Por eso, también las jerarquías de las iglesias tradicionales se sienten atraídas y hasta se han hecho cómplices de estos movimientos en varias ocasiones.
Se trata de un engaño tan bien orquestado que solo un análisis profundo de sus doctrinas y prácticas deja entrever su característica fundamental: el ateísmo.
Son ateos porque Dios no importa, solo es un mecanismo ideológico, un nombre sin contenido. Para explicarlo mejor, podemos inspirarnos en el libro del Éxodo, capítulo 32, versículos del 1 al 6.
Moisés tardaba en descender del monte Sinaí, donde Dios le revelaba su alianza. El pueblo, en vista de ello, se dirige a Aarón, y le piden hacer un dios que los guiara.
Aarón, sorprendentemente, no defiende a Dios o a Moisés y, dejando de lado todo lo vivido antes, olvidando la liberación de Israel operada por Dios, pide a los israelitas que le entreguen sus aretes de oro.
Lo interesante de esta narración es que Aarón no explica por qué quiere el oro, el pueblo tampoco pide explicaciones. Todos entregan el pago solicitado para que él les haga un dios.
Aprovechamiento del vacío
El texto no dice que el pueblo pide una imagen, Aarón no hace promesas particulares. El oro parece ser lo único necesario para satisfacer el hambre del pueblo para tener un guía. Pero es artificial, hecho ad hoc.
El autor de este texto es muy sagaz, porque la narración no tiene contornos definidos en lo que se refiere a la creación de este dios del pueblo. Combina, entonces, tanto el aspecto ideológico como el visual.
No se dice si Aarón utilizó todo el oro en hacer el becerro. Eso no importa, es decir, si se dejó parte de él, era su prerrogativa. Al ver la imagen, el pueblo lo aclamó como el dios que los hizo subir de Egipto al Sinaí.
El narrador, entonces, sutilmente, indica que, al ver la reacción del pueblo, Aarón proclamó que al día siguiente sería una festividad en honor a YHWH.
Este es el punto máximo de la narración, el sacerdote usurpa el nombre de Dios cuando percibe el éxito de su propuesta. El pueblo, al día siguiente, madruga, celebra holocaustos y sacrificios de comunión y después se divierte.
Es increíble cómo este texto refleja bien lo que estamos viviendo con estos pseudocristianismos. Vemos un líder que se aprovecha de un vacío, de un anhelo por asir la voluntad de Dios en tiempos de zozobra, de impaciencia e indefinición.
Productores de becerros de oro
En lugar de discernir, el pueblo quiere soluciones y, deseoso de obtenerlas, es capaz de olvidar su pasado y caer víctima, otra vez, de la esclavitud. Pero esta vez tergiversando su propia experiencia, dejando en manos ajenas la forja de su destino y añorando en su ensueño nefasto el favor divino.
Eso son los pseudocristianismos: productores de becerros de oro, hermosos de ver, fáciles de manipular, políticamente encantadores y económicamente lucrativos.
Un último detalle tiene que llamarnos la atención. El texto termina diciendo que el pueblo se levantó para divertirse. Estos pseudocristianismos se valen del espectáculo de masas para difundir sus ideas y atraer adeptos.
Son tan plásticos y flexibles que se presentan como tolerantes de toda institución confesional, se colocan encima de cualquier pensamiento teológico, porque no quieren ser críticos y, mucho menos, ser evaluados en sus argumentos.
Son éticamente neutrales y políticamente activos, llamativos y exitosos en un mundo que adora el jet set y el aplauso. Y, por ello, son tan brillantemente corruptos y, al mismo tiempo, aclamados por un pueblo que, lamentablemente, olvida con facilidad de quién obtuvo su libertad.
El autor es franciscano conventual.