Cuando hace unos quince días me fui de viaje a “mi tierra”, después de más de cuatro décadas por aquí y la prohibición de viajar, por esa corona de espinas… en mi entorno por aquí me auguraron que me vencería la nostalgia de allá, ese “llano país que es el mío”, al decir de Brel.
Pero a mí no me enjaularán en una vivencia territorial-tradicional, de “nación” como el lugar donde uno nació, donde nacieron sus padres, y por allí andaría la “patria”. Horror de simplificación: estila machismo además; por eso, un desamparadeño universal, de nombre Joaquín García Monge, proponía la “matria”.
Por estudios clásicos (latín y griego incluidos, y no en cascarilla superficial), por temperamento y por viajes académicos, se me ha fortalecido un anhelo de búsqueda de identidad y de comunidad. Y cómo no, ese lema de mi línea aérea, de que “el tiempo se pasa volando” lo tomé por múltiples sentidos.
En mi travesía del océano, desde Madrid, sentado cerca de una dichosa ventanilla, teniendo a la vista un motor, me puse a cavilar: ¡impresionante, viajo con un centenar de pasajeros, con todo y equipaje y energía suficiente para cruzar sano y salvo, todos hacia el otro lado de un inmenso charco.
No me desvela el modelo del avión, pero sí una veta filosófica-filológica de viejo y nuevo cuño: ese portento en que estoy sentado, en castizo castellano de nombre “avión”; deriva su nombre del parecido con “ave”. Lleno de admiración aristotélica voy volando como Ícaro, aquel de Virgilio (¡sin estrellarnos, por favor!).
Contento estoy, feliz soy (matices verbales que en otros idiomas cabe explicitar con más vocablos): ¿En qué momento se bifurcó nuestro español del latín hacia la expresión de una diferencia clave entre el ser y el estar?
Como pasajero, en mi entorno prevalece la mentalidad de lo instantáneo, manerita más cómoda y hasta más placentera dirán, de vivir, que es viajar. Ya en Barajas me sorprendió ver a esa chiquilla, acompañada de su perrito. Otro mundo… por Dios: yo al cervantino modo pondría a dialogar a los canes.
A otra, vecina de asiento, después, en varios momentos en vano traté de meterle conversa en español: ya me había fijado yo en su pasaporte local. No hubo caso: todo el santo viaje, con destreza impresionante se dedicó a desenrollar ese papiro posmoderno que tenemos en el fono.
Apelotonados, seguimos, en maquinita volando: 9.000 kilómetros a recorrer... a 10.000 y más metros de altura, casi a 1.000 por hora… ¡maravilla! Yo, feliz volado, por mi ventanita al mismo tiempo voy volando entre nubes que me configuro como nieve de mi infancia.
Cerca, maravilla, una joven mamá, de pelo azabache tremendo, anda con una niña de menos de un año: mocosa de colochos rubios preciosos… me lanza una sonrisa de invitación: el mundo humano sigue dando vuelta. Paparazzi metiche, tengo ganas de sacarles una foto. El papá, ¿será el dormilón ese, a la par de ellas?
Pero entonces, Valembois, ¿qué contestas respecto de la inquietud inicial? Pues aquí voy, lector impaciente: “la patria, la tengo en mis botas, me acompaña siempre”. Me apropié de esa definición, entre centenares que tengo apuntaditas en un cuaderno de citas citables… a recopilar en cuanto pueda.
Concuerdo con Frans Masereel, en su percepción profunda, tan directa como abstracta. Paco Amighetti, en su taller por la urbanización de los profesores (por “la Mejoral” decían entonces también) me dio a conocer esa línea trascendental de pensamiento, que me confesaba haber absorbido del maestro belga.
No, no, por favor: este 15 de setiembre, no me vengan otra vez con “charangas y panderetas”, como protestó otro protestante. Ni el arte ni el pensamiento, profundos, internos como deben ser, saben de fronteras. No hay quite: me declaro ciudadano del mundo.
El autor es educador.