La pandemia indujo una grave recesión económica, más gasto público para atenderla y, como resultado de esa recesión, menores ingresos tributarios, lo que profundizó el déficit fiscal y la deuda del gobierno, los cuales venían creciendo desde el 2010.
Mejorar la economía era el objetivo central de las valientes e impopulares reformas fiscales y en el empleo público impulsadas durante el gobierno de don Carlos Alvarado. Esas reformas estructurales eran necesarias no solo para enfrentar los desequilibrios coyunturales, sino para transformar la relación entre el costo de la planilla del Estado y el PIB, y para reducir el costo promedio de los servicios públicos y así mejorar la eficiencia con que se gestionan las actividades estatales.
Sin despidos ni reducciones en los salarios, sin privatizaciones ni fuertes shocks, se logró detener el deterioro en las finanzas públicas, estabilizar la deuda pública, revertir la caída en el PIB, reducir la tasa de inflación y recuperar la confianza de los inversionistas y la comunidad financiera internacional.
Así que tiene razón el presidente don Rodrigo Chaves: la economía nacional está mucho mejor que años atrás. En el 2024, la tasa de crecimiento del PIB será superior al 4 % por segundo año consecutivo, la inflación está muy por debajo de la banda meta que sustenta el programa monetario del Banco Central, la tasa de desempleo sigue bajando, la inversión extranjera crece y las reservas monetarias internacionales han alcanzado cifras récord.
Agenda aspiracional
Pero ¿para qué era urgente enfrentar los problemas económicos heredados y los generados por la pandemia? En primer lugar, para evitar un colapso productivo y social similar al de comienzos de la década de los 80 y hacerlo sin el lamentable reacomodo distributivo del ingreso y la riqueza con el que en parte se enfrentó aquella crisis.
Y, más trascendental aún, para, sin urgencias y amenazas macroeconómicas, retomar el rumbo en algunas áreas estratégicas y enfrentar los desafíos aspiracionales que una buena parte del país considera definitorios de nuestra identidad.
Me refiero a una elevada calidad de la democracia, la independencia de poderes, bajos niveles de pobreza y elevada movilidad social, sostenibilidad y protagonismo en la lucha global contra el cambio climático, rigurosos estándares éticos en la política y la administración pública, respeto por los derechos humanos (tanto los tradicionales como los de nueva generación), bastión de la paz y el desarme, y un país disciplinado ante el derecho internacional y escudado por sus normas.
Para consolidar y materializar esa agenda aspiracional, es necesario no solo tener claridad sobre las políticas públicas y los programas por priorizar, sino también las mejoras que requiere el aparato público para ejecutar con eficiencia y eficacia.
El gobierno del PAC, liderado por un paciente y tolerante Carlos Alvarado (¡exceptuando Nicoya, 25 de julio del 2019!), no solo liberó al país de las urgencias macroeconómicas, sino que logró avances significativos en materia de eficiencia del Estado y en algunas áreas de esa agenda aspiracional definitoria de nuestra identidad (por ejemplo, sostenibilidad, derechos humanos, austeridad y ejemplo ético positivo en el ejercicio de la función pública). Sin embargo, para el actual gobierno y los posteriores, quedaron tareas de envergadura, las cuales son ineludibles para avanzar en esa agenda estratégica.
Anhelos de cambio
Tratándose de un grupo también nuevo en las lides del poder, y también arropado en una propuesta de cambio ante la forma y el fondo con que se había gestionado la cosa pública en los últimos gobiernos del bipartidismo, todo hacía suponer que de la actual administración aflorarían propuestas de Estado novedosas.
El concepto que llevó a don Rodrigo Chaves al poder se resume en la palabra “cambio”; el mismo que hizo al PAC fuerte desde su fundación hasta culminar con el ejercicio de la presidencia durante dos períodos. Cambio es lo que una mayoría de los costarricenses vienen buscando.
Una parte corresponde a los excluidos por el modelo neoliberal y los ofendidos por el abuso con los recursos públicos, el clientelismo y la politización de decisiones. Otros son los que tienen como motivación principal la materialización de la agenda aspiracional antes mencionada.
Sin embargo, habiendo dado tiempo, hoy, a casi dos años de gestión, se puede afirmar que ni el señor presidente (ni su equipo) parecen ser conscientes del contexto histórico en el que se sitúa su presidencia, los asuntos de Estado que apremian o la magnitud de las decisiones que deben ejecutarse.
A veces pareciera que don Rodrigo no comprende para qué fue que se le eligió. Así, ante aprietos, tensiones, críticas, cuestionamientos y exigencia de cuentas, intrínsecos al ejercicio del poder en democracia, ha buscado motivación, agenda y energía, no en respuestas y propuestas, sino en la confrontación y la denuncia.
Cómo ganan el presidente y el país
A veces pareciera que le importa más dejar un legado testimonial que un dosier con frutos. En lugar de su prometedora disposición a “comerse las broncas” del país, sus propias broncas han devorado la atención de los asuntos que sí importan (y quizá la compasión). Quizá Scarpia —en Tosca— se regocijó escuchando a su rival cantando “E lucevan le stelle” camino a su ejecución, pero mientras tanto, en lugar de cumplir con sus deberes, se dedicó a luchar por aquello que más anhelaba, que fue lo mismo que le evitó un final feliz. El uso del poder para, sin autocontención, obtener más poder puede ser fatal.
Y sí, cuando se desea hacer cambios, sobre todo si afectan intereses de grupos de poder, no solo es inevitable, sino necesario, enunciar y hasta denunciar lo que está —y lo que se ha hecho— mal. Pero el fin de esas denuncias no puede ser agraviar o ajustar cuentas, sino contextualizar y justificar decisiones y ayudar a comprender el porqué de las nuevas rutas.
Aparte del país —¡no poca cosa!—, nadie gana más con unir a los poderes formales y a los fácticos alrededor de una agenda estratégica de cambio que el señor presidente.
Si el objetivo es ser eficaz en el encauce del país hacia el rencuentro con el destino que promete la agenda aspiracional, el plan A es contar con el apoyo de todos. El plan B, el más realista y habitual, es aceptar con paciencia que al menos ante algunos de los diagnósticos y propuestas habrá opositores (¡y no siempre por razones presentables!). En esos casos, debe evitarse a toda costa poner candados a las puertas que dan paso a los espacios del diálogo.
Habrá personas y grupos que nunca perdonarán referencias, por ejemplo, a la corrupción. Mi experiencia es que el mero listado de lo que se defina como corrupción ensaña y ofende para siempre al que al haberla practicado se siente aludido. Pero más allá de esa inevitabilidad, el gobernante —y, por cierto, toda persona que lidere grupos o procesos— cuyo objetivo sea materializar soluciones, no crear y ganar rencillas o anotar en el juego de la popularidad, debe estar dispuesto a poner la espalda, a disimular enojos, a olvidarse de venganzas, en fin, a poner la otra mejilla. Todo en aras del bien superior, los resultados. ¡Que lo digan don Carlos Alvarado y los diputados del PAC del período 2018-2022!
A viejos desafíos se han sumado nuevos y peligrosos problemas (p. ej. seguridad ciudadana). En estos momentos, solo personas indoctas o muy irresponsables están despreocupadas por Costa Rica.
Las exigencias que recaen en quien ejerza la presidencia de la República son gigantescas. Todos queremos que el país gane, y que gane mucho de la presidencia de don Rodrigo. Un ajuste en algunas de sus formas y una escucha, aunque mínima, a voces provenientes de la diversidad de sectores, trayectorias e ideologías existentes en el país podrían contribuir a que su gestión culmine con éxito para Costa Rica.
Queda tiempo, mantengamos viva la esperanza.
El autor es economista.