Costa Rica es el único país del mundo donde la Navidad es elástica y expansiva. Durante mucho tiempo, solía comenzar en los primeros días de diciembre. Luego, con la celebración —que nada tiene que ver con nosotros— del Thanksgiving, el último jueves de noviembre. Pero luego la ampliamos para que comenzara con el Viernes Negro, monstruoso aquelarre, bacanal dionisíaca del más abyecto y compulsivo consumismo.
Después, la Navidad se decretaba por pasada la fecha patria del 15 de setiembre. De ahí a declararla oficialmente iniciada el Día del Niño (9 de setiembre) no hubo más que un paso. Así que, a hoy, nuestra Navidad —y todo lo que ella conlleva: guaro, tamales, corridas de toros, El Chinamo, las orgías de Palmares y, de nuevo, la inmersión en la manía adquisitiva exacerbada a que los costarricenses nos abandonamos en estas fechas— dura tres meses y medio. Comienza el 9 de setiembre y se prolonga hasta bien entrado el Año Nuevo, que recibimos embotados por la resaca etílica; rauca la voz de tanto gritar; cansadas las piernas de recorrer tiendas; aguinaldo completamente comprometido desde meses atrás; más manteca acumulada en el bajo vientre, producto del consumo obsceno y gargantuesco de tamales; agotados, resecados por el sol de la playa, aturdidos por las francachelas de barriada y los millones de decibeles con que ensordecen al vecindario; amodorrados, lentos, estupidizados, sonambúlicos; y ya mortalmente ansiosos y deprimidos por el inminente regreso al trabajo.
Así, sigue girando la noria de nuestras tristes, monocordes y repetitivas horas, año tras año, lustro tras lustro, década tras década, siglo tras siglo. El paso siguiente será oficializar el comienzo de la Navidad el día de la Anexión del Partido de Nicoya: ¡Una Navidad de siete meses! ¡Uyuyuy bajura!
Escape. No bromeo en lo absoluto. Doy fe de haber visto este año tiendas adornadas con arbolitos de Navidad, colachos, escarcha y nieve artificial desde la segunda mitad de setiembre. Las vi, sí, con estupor y preocupación. ¿De qué huimos en esta masiva fuga pasiva que es la Navidad? ¿Qué nos inspira tal terror? Porque es evidente que se trata de una patética gestión escapista colectiva: eso, por lo menos, lo tengo claro.
Huimos del pensamiento. Huimos de la dramática coyuntura histórica que atraviesa el país. Huimos del desencanto que en nosotros han generado las figuras de autoridad de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, tanto como de la hueca e ineficaz retórica de los sindicatos. Huimos de la conciencia. Huimos del hecho de que en nuestro país hay un 29 % de pobreza extrema y un 12 % de desempleo. Huimos del agujero negro fiscal que generosamente nos regaló Solís.
Huimos de la impunidad de nuestros criminales. Huimos del avance de boa constrictora del narcotráfico, estrangulando lentamente a nuestro país. Huimos del casi 4 % de analfabetismo que aqueja a la nación. Huimos del hecho de que durante un par de semanitas no vamos a tener el opio del fútbol, que siquiera nos permitía una evasión dominical de la miseria moral y espiritual en que está postrado el país.
Huimos, adelantándonos a los hechos, de las rebatiñas y piñatas políticas que el nuevo año inexorablemente nos deparará. Huimos, en última instancia, de la reflexión sobre la muerte, que nos incumbe a todos, colectiva e individualmente, pero postergamos para un eterno después, cada vez que inficiona nuestras mentes.
Moratoria. Quien no enfrenta la batalla, tendrá que librarla dos veces. Nuestra Navidad es una manita de barniz sobre un mueble roído por el comején, huero, vacío, presto a desmoronarse con el menor soplo de aire. Declaramos una moratoria de cuatro meses sobre el pensamiento: ¡Prohibido pensar! Como diría Les Luthiers: “¡El que piensa, pierde!".
Habrá más accidentes sobre la vía, más motociclistas despanzurrados en media calle, más consumo de alcohol y drogas, más actos de violencia doméstica, más asesinatos, más mujeres vapuleadas, más ahogados, más prostitución, más promiscuidad, más locura, más vesania que durante el resto del año. No es la Navidad: es una saturnal, esto es, una orgía celebrada en loor de Saturno, dios de la muerte.
Habrá más vulgaridad, más pachuquería, más plebeyez, más zafiedad: es la apoteosis de lo que Horacio llamaba el servus pecum, esto es, el populacho servil. Los valores aristocráticos de la sociedad quedarán reducidos al canto de ciertas voces que claman en el desierto, separadas unas de otras por miles de millas, y no logran conformar un frente solidario y organizado.
El país entero se encanallará y entonará, altanero, orgulloso de su ignorancia y de su ordinariez, el himno nacional del pachuco. Antes, el ignorante, sabedor de su limitación, corría a ilustrarse. Hoy, se jacta de su condición, es un ignorante orondo de serlo, reclama derechos, reclama ocupar la totalidad de la superficie mediática, reclama ser margen y centro, periferia y núcleo.
No es una cuestión de clasismo. Gentes, las conozco que son de humilde extracción, pero inmaculadas en sus modales, su lenguaje, su cultura, su respeto por los demás, su sabiduría de la vida y para la vida. Antes bien, tengo la convicción de que es entre las clases altas del país donde más virulentamente incuba y fermenta el pachuquismo.
El pachuquismo, sí, y su nefasto ideario: machismo, misoginia, xenofobia, homofobia, racismo, sexismo, supremacismo, matonería, hegemonismo, corrupción del lenguaje, irrespeto a todo cuanto de noble y loable ofrece la cultura. Nada peor que el nouveau riche, ese que no tuvo que trabajar por su fortuna, ese que carece de estirpe, de linaje, de clase espiritual. Un canalla con dinero. Y por estirpe no me refiero a la casa Habsburgo, Estuardo, Borbón o Romanov, sino a ese vínculo sagrado con los antepasados, ese nexo que nos une a ellos, que permite que cultivemos la cultura del relevo generacional, del paso de la antorcha de mano en mano, del saber y las buenas costumbres de que nos hicieron depositarios, y de las cuales somos custodios. Responsabilidad grande, pero bella; pesada, quizás, pero sublime.
Quizás todo pueda resumirse en esta súplica, en esta exhortación, en esta incitación: por las heridas de Cristo, amigo y ciudadano: no haga de la Navidad un pretexto para involucionar al período Neolítico, a la Edad de Piedra. No se convierta en un perfecto estúpido. No ruede por los caños. No se entregue a la barahúnda multitudinaria. No renuncie a la reflexión. No renuncie a la ensoñación, que requiere rodearse de un mínimo de silencio. No renuncie a la tristeza tampoco: ella es forjadora de conciencia. Como decía Baudelaire: “Oh, mi Tristeza, lejos de la multitud vil, que bajo el látigo del placer —ese verdugo despiadado— va a recoger remordimientos en la fiesta servil, dame la mano, y busquemos el poniente”.
No disfrute de aquellos innobles goces que la sociedad le ordena disfrutar. Invente su propio disfrute, hecho de la contemplación de la belleza, de pensamiento, de recogimiento, de introspección, de moderación, de espiritualidad, de la enkrateia (temperancia) que preconizaba Platón, de intimismo, de ternura, de amor. Ese es mi más vehemente deseo para ustedes, y para mí mismo.
El autor es pianista y escritor.