Stalin, Hitler, Mussolini y otros dictadores de los siglos XX y XXI, inspirados en ideologías misioneras y apocalípticas, insistían en la igualdad y afirmaban que esta se alcanza cuando se enfatizaba lo colectivo y se despreciaba lo personal.
Llegaron a la conclusión de que el Estado y el gobierno representan, definen e interpretan el vaporoso interés general.
Benito Mussolini resumió tal planteamiento en una frase muy conocida: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”.
La tesis de Mussolini y de sus correligionarios de distintas ideologías genera lo contrario: no reduce la desigualdad, empobrece a la mayoría de la población, destruye el régimen de libertades y profundiza la postración social al combinar impuestos, subsidios y expropiaciones que se distribuyen según preferencias políticas.
Contrario a la opresión de las realidades personales originada en las ideologías antedichas, es necesario desarrollar un personalismo creativo y el régimen de libertades como condición histórica del avance hacia niveles superiores de equidad.
El mundo, Chile y Costa Rica. La mitad de la población mundial vive con menos de $5,50 diarios y algunos expertos calculan que 26 personas poseen más riqueza e ingresos que 3.800 millones de pobres.
América Latina es, en este contexto, una de las regiones más desiguales del planeta, como lo demuestra el que ocho de los diez países más desiguales se encuentren en la región, entre ellos Chile y Costa Rica.
En Chile, en los pasados treinta años, se redujo la pobreza del 40 % al 8,6 %, lo cual la sitúa como la sociedad con más movilidad social de América Latina, y el producto interno bruto más alto del continente.
Nada de eso, sin embargo, disminuyó de manera radical la desigualdad social. El 50 % de los hogares tenía, en el 2017, solo un 2,1 % de la riqueza neta, el 10 % concentraba el 66,5 % y el 1 %, el 26,5 %.
Los datos, medidos por el coeficiente de Gini, indican que Costa Rica es uno de los “más desiguales entre los países de desarrollo humano alto” (Observatorio Económico y Social de la UNA).
El 20 % de los hogares con mayores ingresos económicos disfrutan de más de la mitad de las entradas del país (50,5 %), mientras que el 20 % de los hogares más pobres poseen tan solo el 4,21 % de los ingresos.
En una sociedad donde el ingreso familiar disminuye, el consumo se contrae, el endeudamiento crece y la economía se desacelera, está clara una situación de emergencia para la inmensa mayoría de los costarricenses.
Un movimiento subterráneo de resistencia social está creciendo de modo silencioso y exige menos trabas administrativas, excelencia y eficacia de las instituciones, más autonomía de las personas y familias respecto a la política y las ideologías y capacidades de autogestión social y económica.
Es necesario evitar que ese movimiento sea canalizado por una mezcla de indignación, criminalidad organizada, demagogia política e ideologías dictatoriales herederas del lema de Mussolini, recordado al inicio de este comentario.
Dos variables. Nada de lo dicho desconoce el aporte de la Asamblea Legislativa a evitar que el país se precipite en una inestabilidad de proporciones gigantescas, pero en esta ecuación interpretativa conviene incorporar dos variables: no se ha revertido el desprestigio social de los partidos políticos y el desmontaje de los abusos originados en intereses creados sectoriales está lejos de alcanzarse.
Se ha evitado caer en un abismo de inestabilidad, pero regodearse en exceso con tal circunstancia implica que quienes se esfuerzan por presentar un Estado y un gobierno exitosísimos sean incapaces de anticipar situaciones de inestabilidad, y que, precipitándose en ellas, ni siquiera se den cuenta. Conviene mirarse en el espejo de Chile y tener muy presente el diagnóstico del Estado de La Nación cuando en su más reciente informe afirma que, entre el 2018 y el 2019, el país se adentró en una “coyuntura crítica” debido a que “la mayoría de los indicadores relevantes para el desarrollo humano” experimentaron un “comportamiento negativo”.
Esta circunstancia no impidió que “los poderes Ejecutivo y Legislativo articularan respuestas que mantuvieron la estabilidad económica, social y política”, pero está claro que la situación es frágil y socialmente explosiva.
Causas de la desigualdad. Existen cinco causas de la desigualdad: primera, los altos niveles de concentración de la riqueza en pocas personas y familias; segunda, la existencia de intereses sectoriales que buscan rentabilidades económicas y sociales a la sombra del Estado y del gobierno; tercera, el poco acceso de las clases sociales medias y bajas a la propiedad de medios de producción; cuarta, la costumbre de los gobiernos de gastar mucho más de lo que les ingresa; y quinta, los descubrimientos e innovaciones que mejoran las condiciones materiales de vida no se distribuyen de manera inmediata entre todos los seres humanos.
Para disminuir la desigualdad es necesario reducir el tiempo necesario para expandir los resultados del progreso material; ampliar las posibilidades de generación de riqueza; terminar con los abusos de los intereses creados sectoriales; mejorar el acceso a la propiedad de medios de producción; elevar la productividad y competitividad; e impartir educación financiera a los políticos e ideólogos, a comunidades, escuelas, colegios, universidades, partidos políticos, instituciones públicas, Iglesias y sindicatos.
El economista Thomas Piketty, en “Capital e ideología”, sugiere que para disminuir la desigualdad debe superarse el capitalismo, pero al analizar sus propuestas lo que presenta es una crítica al capitalismo anarquista al que propone sustituir con un capitalismo regulado y controlado desde el Estado.
Se trata de un capitalismo de Estado análogo al capitalismo monopolista de Estado de los años setenta del siglo XX. Denominar ese capitalismo con el nombre de “socialismo participativo”, como lo hace el economista francés, es un simplismo y un despiste mayúsculos.
Coincido con él cuando defiende la existencia de regímenes tributarios progresivos, pero Piketty parece no entender que tal sistema debe acompañarse de una reforma del Estado, del gobierno y de la cultura política y administrativa, de modo que los recursos económicos obtenidos a través de impuestos no se trasladen a clases políticas y burocráticas parasitarias acostumbradas a quitarles a las personas los frutos de su trabajo.
El mayor engaño, y el más grande fraude social de que se tenga noticia, es llamar estado de bienestar a una situación en la cual los intereses creados sectoriales disfrazan sus abusos con palabras como “solidaridad” y “justicia”.
Las reflexiones que he compartido se inspiran en el objetivo de acercar el día cuando “el más pobre pescador reme con remos de oro”, y esto incluye el bienestar material, los derechos humanos y el régimen de libertades. Debe trabajarse para acelerar desde la libertad el advenimiento de la hora de la igualdad.
El autor es escritor.