El reportaje publicado por La Nación el 25 de noviembre, titulado «Comex afronta inédita cantidad de conflictos comerciales por productos agropecuarios», describe, de manera cruda, el desprecio del país por los acuerdos comerciales internacionales firmados y por las elementales reglas del comercio mundial.
El periodista hace un recuento de los costosos conflictos comerciales en que, de modo tan poco elegante, nos han metido los grupos de presión y sus acólitos los políticos, confiados de estar exentos de sanciones.
Extraño las formas de la diplomacia y el cumplimiento de la palabra empeñada. Costa Rica siempre se caracterizó por ser muy respetuosa de los compromisos externos, pero se está ganando fama de irresponsable en el cumplimiento de compromisos formalmente adquiridos.
Ley económica vigente. Han transcurrido 283 años desde la publicación del famoso libro Principios de economía política, del economista David Ricardo, y su famosa ley de las ventajas comparativas.
Esta ley sigue incólume a pesar de los arrebatos de las corrientes neoclásicas, keynesianas, cepalinas y todas sus subdivisiones.
La destrucción socioeconómica de 70 años en la Unión Soviética y otro tanto en China y todos sus satélites son prueba suficiente de su validez.
- Costa Rica siempre se caracterizó por ser muy respetuosa de los compromisos externos, pero se está ganando fama de irresponsable en el cumplimiento de compromisos formalmente adquiridos.
Cuba, Venezuela, Nicaragua y los bamboleos ideológicos de otros países, como Brasil, Bolivia y Ecuador, muestran el error de olvidar este principio.
Perú y Chile han logrado avances significativos olvidando el intervencionismo, aunque quienes gustan de vivir del esfuerzo ajeno tratan de hacerlos recular.
Un país pequeño, con recursos naturales limitados y un compromiso ambiental limitante de su agotada frontera agrícola debe depender, estrictamente, del comercio mundial para garantizar la productividad, competitividad y control de los monopolios internos.
Los acuerdos comerciales firmados a lo largo de los últimos treinta años han ayudado a impulsar el crecimiento y crear novedosas y rentables fuentes de empleo.
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Las curvas de oferta son crecientes. Cada productor tiene costos muy diferentes a los demás. Unos, por tener buenos recursos, abundante tierra, buen riego, fertilizantes, acceso a tecnología, canales de comercialización, integración vertical y suficiente capital, producen a costos muy bajos.
Otros, con limitaciones de extensión y calidad de tierra, falta de recursos y cero tecnología son incapaces de obtener buenos rendimientos.
Si se fijan los precios, como se ha hecho hasta ahora, buscando la supervivencia hasta del productor más ineficiente, los precios serán altísimos y las posibilidades de competir con el extranjero, bajísimas.
Los pequeños productores apenas sobreviven, aunque, sin percatarse, hacen el milagro a los productores con costos más bajos, quienes nadan en ganancias.
Otro argumento engañoso es acusar a los países exportadores de subsidiar a sus productores locales. En primer lugar, nosotros también lo hacemos y generosamente.
Los productores agrícolas tienen trato impositivo privilegiado (exenciones de renta, aranceles a la importación de insumos, maquinaria y equipos y sus productos no pagan impuestos sobre consumo, ventas, etc.). Reciben asesoría técnica y diversos mecanismos de comercialización creados por el Estado.
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En segundo lugar, cuanto mayor sea el subsidio de los demás países a sus productores locales, mucho mejor para nosotros, pues, indirectamente, recibimos parte de esos beneficios.
Se les acusa absurdamente de pretender arruinar nuestra producción para quedarse con el mercado (práctica conocida como dumping). ¿Quién es capaz de bajar los precios a niveles de ruina por más de 70 años para quedarse con nuestro minúsculo mercado de arroz o azúcar?
El perjuicio es solo para sus pagadores de impuestos, pues para nosotros es un beneficio. Imponer aranceles para no comprar el producto barato es absurdo, pues el consumidor paga mucho más caro y los beneficios van a parar, no al Estado, sino a los productores locales más eficientes.
Pequeño consumidor fuera de la ecuación. Parte de la población es proclive a apoyar estas dañinas prácticas proteccionistas, aunque la perjudiquen. Los consumidores pagamos sobreprecios, a veces hasta del 100 % por los bienes y servicios de la canasta básica bajo la eterna falacia de «ayudar al pequeño productor». ¿Y el pequeño consumidor, no cuenta?
Los aranceles (impuestos sobre las importaciones) deterioran el bienestar general, aumentan la pobreza y afectan la calidad. También producen severos perjuicios a la producción.
Gente que podría dedicarse a producir cosas de gran aporte económico es condenada a permanecer en actividades improductivas, desperdiciando recursos escasos y ganando apenas lo básico para su sustento.
Llevado a toda la economía, causa un enorme daño al desarrollo y las posibilidades de superar la pobreza. Esto probablemente suena a chino, pero es la principal explicación del retraso en el desarrollo del país.
Durante más de 60 años hemos escuchado, como estribillo, argumentos de proteger al «pequeño productor» de arroz y obligar a los consumidores a pagar precios arbitrarios.
No importa si el consumidor local paga un 50 % de más, con el argumento de evitar que una crisis mundial nos deje sin arroz, lograr el autoabastecimiento, aumentar la productividad o beneficiar a 35.000 agricultores.
Las cifras demuestran exactamente lo contrario. Al consumidor se le cobra el arancel (del 42 %), pero este no llega a las arcas estatales. En un 92 % se queda entre los grandes agricultores e industriales con mayor producción.
Solo por esta exacción, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a los consumidores más pobres se les arrebata el 8 % de su salario.
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Sobre las espaldas de los ciudadanos. Algo peor sucede con respecto al azúcar. No contento el sector con una protección del 45 %, la llevaron, sin importar posibles reacciones de los otros países, al 73 %.
Brasil y Canadá, con justa razón, abrieron expedientes en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y obtuvieron autorización para tomar represalias, las cuales caerán sobre las espaldas de los ciudadanos, no sobre los políticos ni industriales promotores de tan impúdicas decisiones.
En fila está el caso del aguacate y un conflicto con Panamá por los lácteos, cuya verdadera justificación se pretende ignorar: un supuesto dumping (vender los productos más baratos en el extranjero que en el país).
El presidente de la República se pronunció recientemente a favor de todas esas violaciones comerciales, aduciendo la protección de los pequeños productores.
En el reciente diálogo multisectorial pidió que lo corrigieran «si decía alguna burrada». Ojalá le haya hecho ver el error en esta materia.
El autor es economista.