Voy a comentar el último libro del psicólogo experimental Steven Pinker: En defensa de la Ilustración.
Habría mucho qué discutir. Hace un repaso de la actualidad con la candidez propia de quien cree que sus datos contienen el-mundo-en-sí.
Esa puerilidad va acompañada de una arrogancia incompatible con la modestia intelectual que debería tenerse frente a otras perspectivas (su caricatura de Nietzsche, por ejemplo, ni en contextos religioso-conservadores la llegué a ver).
Pero no voy a comentar toda la obra ni a aprovechar el terremoto de Lisboa en marcha para hacer las de Voltaire con Leibniz. Solo quiero objetar su despreocupado desdén por el fenómeno de la posverdad, porque pienso que constituye una amenaza real para nuestra convivencia, porque el primer paso para afrontarla es reconocer su gravedad y porque los textos de Pinker están profusamente sustentados en datos, lo cual lo convierte, en sí mismo, en un sorprendente ejemplo de la complejidad de la posverdad.
Tres son los problemas del autor en relación con la posverdad:
Ligereza conceptual: Pinker dice que "los editorialistas deberían retirar el nuevo cliché de que estamos en una era de la posverdad, a menos que puedan mantener un tono de ironía mordaz. El término es corrosivo porque implica que deberíamos resignarnos a la propaganda y a las mentiras, y limitarnos a contraatacar con las mismas armas. No estamos en una era de la posverdad. La mendacidad, el ensombrecimiento de la verdad, las teorías de la conspiración, los engaños populares extraordinarios y los delirios multitudinarios son tan viejos como nuestra especie”.
¿De qué concepto de posverdad parte? No puede saberse porque no lo elucida. Supone gratuitamente que implica la muerte de la racionalidad y que lo que hoy ocurre es lo que siempre ha pasado. Sin citar un solo trabajo académico sobre el término, lo refuta como si fuera unívoco.
Presupuestos idealistas: Pinker está seguro de que la racionalidad en la esfera pública se sobrepondrá a lo que los pesimistas llaman “posverdad”.
Aduce las raíces evolutivas del razonamiento, la presión selectiva que promueve nuestra capacidad para desarrollar explicaciones verdaderas sobre el mundo y preferirlas.
También, está informado de “por qué una especie tan inteligente” cae “con tanta facilidad en la locura” y por qué “una época de acceso sin precedentes al conocimiento” es “testigo asimismo de vorágines de irracionalidad”: nuestra formidable destreza para mentir, para soñar lo que trasciende nuestra percepción de la realidad e, incluso, para negarla. Nuestra sed de dominación y el uso de creencias y discursos para ello. Las investigaciones en psicología cognitiva sobre la irracionalidad humana (Kahneman, Ariely), el razonamiento motivado y la evaluación sesgada.
En política, peor. Dice que, si bien somos hoy más racionales en todos los ámbitos, la irracionalidad domina en el electoral (“una maldita excepción”).
La politización es “el enemigo principal de la razón en la esfera pública”. La polarización y los prejuicios han aumentado. Y el problema no es de educación o acceso a la información: cuanto más informada está una persona sobre el cambio climático, más polarizada es su opinión.
Diagnostica bien las características del sistema político que lo promueve, así como el hecho de que la “negatividad implacable” de los medios y la despiadada competencia entre élites por el prestigio social, engendra engendros como Trump.
El quid es que, para Pinker, esas “dolencias cognitivas” podremos superarlas imponiéndonos colectivamente la libertad de expresión, el análisis lógico y la comprobación empírica, como reglas de debate público.
¡Quién sabe si se habrá detenido a pensar que la primera es contradictoria con la imposición de la segunda y la tercera! Clama por un nuevo “entorno informacional” en el que el enfoque periodístico calibre la reputación de los candidatos según el historial de precisión en sus afirmaciones y coherencia en sus posturas, y no según escándalos y estridencias, y aspira a que la deliberación política sea “como la experimentación científica”.
Eso sí, es lo suficientemente astuto como para no hacerse cargo de contarnos cómo diablos podríamos imponer esas reglas en democracia.
Sí tiene el tupé de advertir que llevará tiempo lograrlo porque, según él, apenas nos estamos enterando del fenómeno, como si ya Hobbes no hubiera dicho que la única verdad que se asume pacíficamente es en la que no median intereses o Platón no hubiera alertado contra el riesgo de la demagogia.
Quizá exageró Russell cuando dijo que “lo que los hombres realmente quieren no es el conocimiento, sino la certidumbre”, pero es verdad que el deseo de conocer la verdad y el de tener razón pueden chocar.
Pinker dice que para que impere la razón basta con que el primer deseo pese más que el segundo, que haya una amplia audiencia no comprometida de entrada con ninguna posición y que en la sociedad haya reglas eficaces para “un” debate público plural, abierto y razonable. ¡Demasiados presupuestos!
Lo cierto es que cada vez más queremos identificarnos mediante nuestras tomas de postura, lo que nos compromete con unas tesis y contra otras; que ya no existe un debate público, las audiencias están hiperfragmentadas, las orientan líderes de opinión cuya mayor fama y atención de los medios depende de lo radicales y desacertadas que sean sus predicciones; que hay cámaras de eco o, como poco, comunidades epistémicas; y que el peso de las razones, más que por su apoyo en la opinión pública o su calidad, está determinado por los recursos económicos y tecnológicos (algoritmos y bots incluidos) que las promueven.
Sesgo ideológico. Pinker cree en el progreso, que, con todo y lo denso que es como concepto, para su “mentalidad cuantitativa” no merece la más mínima discusión.
Las palabras tienen un único y transparente significado, que es, claro, el que él les da. A los intelectuales preocupados por las eventuales derivas de las tecnologías paradigmáticas de nuestra era, las del Internet, los llama progresofóbicos. En este terreno se transforma en propagandista. No en vano Zuckerberg recomienda sus libros y Gates calificó este como su “libro favorito de todos los tiempos”.
Le pasa con la desinformación. Las advertencias de Acemoglu (que ha dicho que “los intentos de conectar el mundo mediante la tecnología han creado una maraña de propaganda, desinformación, discurso de odio y hostigamiento”) ni lo inmutan.
Reconoce (porque su amigo Stephens-Davidowitz, excientífico de datos de Google lo demostró) que el odio soterrado en la sociedad estadounidense afloró en la Internet y se materializó en la elección del 2016. Pero su optimismo contraataca y dice “cierto, pero ¡también surgió el fact checking!”.
¿Por qué este periodismo no impidió la elección de Trump? Porque no se hizo suficiente, dice Pinker. Falso. Nunca antes fueron tantas las verificaciones y los verificadores.
El periodismo de verificación de hechos es valiosísimo, pero el interés en el formato es mayor entre los más educados del público.
Se discute incluso si puede radicalizar más a las personas (que consumen noticias para pertrecharse contra sus rivales, no para someter sus creencias a verificación).
El problema más grande de la desinformación podría no ser la falta de información. No se acepta o rechaza la teoría de la evolución porque se tenga una mejor o peor formación científica, sino dependiendo de las autoridades culturales a las que se sea leal.
Aparte del partidismo, caer en las noticias falsas también es resultado de “pereza cognitiva”. Así, le llaman los investigadores ignorando que, aparte de que vivimos en la sociedad del cansancio (Chul Han), las propias redes sociales están diseñadas para ese consumo rápido, sin detenerse, superficial y lúdico.
Lo cierto es que, como reconoció Deb Roy, jefe científico de Twitter, la información falsa llega más lejos, más rápido y a más gente que la verdadera.
Así, en todas las categorías de información, pero más tratándose de la política. Las fakes políticas son más veloces que aquellas sobre otros temas.
De media, las informaciones falsas reciben un 70 % más de retuits que las verdaderas. Triunfan porque provocan reacciones de temor, indignación y sorpresa.
Más grave aún es el caso de las deepfakes, de cuyo efecto corrosivo sobre el debate público advierte Nick Dufour, ingeniero de Google.
Va más allá de su capacidad para engañar. Han permitido que las personas califiquen de pruebas falsas videos que en cualquier época anterior habrían sido irrefutables. Nada de eso considera Pinker.
Igual sobre el periodismo. Aunque comprende su importancia para la democracia y que es fundamental contra la desinformación, de su crisis económica (generada por sus amigos, los señores feudales de Silicon Valley) ni habla.
El patrón se repite cuando aborda los riegos de la inteligencia artificial. Caricaturiza (explicando por qué las máquinas no se rebelarán contra sus creadores) e ignora. Ni una palabra sobre el poder incontestable de los algoritmos para sepultar vidas humanas, descrito en Armas de destrucción matemática por Cathy O’Neil.
O sobre las amenazas a la intimidad y, por ende, a la libertad, testimoniadas por Snowden en Vigilancia permanente, y que, según Harari, pueden acabar en “dictaduras digitales”.
Solo tangencialmente menciona que Putin “ha tratado de socavar la democracia mediante ciberataques”, pero dice que “ni una sola persona ha resultado herida jamás por un ciberataque”. Han sido solo “fastidios”.
Lo mismo con respecto a las relaciones humanas y la felicidad. Estas tecnologías, dice, han “supuesto un regalo inapreciable para la proximidad entre humanos”. Nos han vuelto más empáticos, más comprometidos con la política, con más amigos íntimos y nos hacen sentirnos más apoyados.
A Sherry Turkle, reputada investigadora sobre la interacción humano-tecnológica, fundadora y directora del Institute of Technology and Self del MIT (viuda, por cierto, de Seymour Papert, padre de la inteligencia artificial), cuyas investigaciones demuestran todo lo contrario, ni siquiera la cita.
Igual con los estudios de la Escuela de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins sobre el uso de las redes sociales y la depresión, ansiedad y soledad. No existen.
Un último ejemplo: sabe del peso de la identidad en nuestro debate público, los incentivos perversos de la “racionalidad expresiva” o “cognición protectora de la identidad”. Las personas afirman o niegan que creen en ciertas cosas no para expresar lo que saben, sino para decir quiénes son.
Aún más, recoge investigación que explica por qué el hecho de que la gente trate sus creencias sobre el mundo como señas de lealtad grupal, más que como valoraciones desinteresadas de la realidad, es racional porque en ello se juega su aceptabilidad entre los suyos (Noelle-Neumann lo dijo hace cuarenta años).
Así, una creencia (como la negación del cambio climático), aunque irracional por sus consecuencias generales, puede ser racional en función de la estima social. Pero, a diferencia de Fukuyama, en su último libro, Pinker no ve cómo ese metano puede prender en las redes sociales, potenciadoras de la mercantilización de la personalidad.
El problema de Pinker no es la información que maneja, sino cómo la interpreta. Aunque se piense un hombre de datos, Pinker no discierne la amenaza de la posverdad debido a sus creencias, no a sus datos. Creencias básicas, ideológicas, que condicionan su interpretación.
Su libro trata de los ideales de la Ilustración (que para él “son eternos”), la razón, la ciencia y el humanismo, a lomos de los cuales, argumenta, nuestra especie sigue una ruta de progreso.
Pinker cree en el progreso. Eso que Arendt llamó “el más serio y complejo artículo ofrecido en la tómbola de supersticiones de nuestra época”.
El autor es abogado.