«Gracias, y que Dios me lo bendiga», me dice el taxista, tan pronto bajo de su vehículo. La expresión me llega al epicentro mismo del alma.
En particular, el uso del pronombre dativo de interés me. La partícula le confiere a la bendición una hondura singular. Las palabras salen aromadas con ese humus profundo propio del estrato espiritual donde se originaron. Ese me significa que, en el deseo, se involucra quien lo formula, que hace de él algo personal, que se compromete con él y lo convierte en dación.
Que Dios me lo proteja a mí, o por mí, o como gracia concedida a mí. Me pone en manos de su dios, de aquello que representa el más alto valor de su vida.
Una manera de decirle «cuí-de-me-lo», donde, una vez más, el pronombre dativo implícito me ennoblece la expresión y la torna entrañable.
Y la palabra cae sobre mí como una cálida garúa de estío. ¿Quién dice que para ser uno bendecido debe ir a un templo? Por lo que a mí atañe, no cambiaría las palabras de mi taxista por una bendición emitida por todas las eminencias eclesiásticas, congregadas en cónclave planetario.
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La expresión suele trivializarse, por habitual. En realidad, es de una hermosura incomparable y no debería dejar a nadie indiferente.
Creer o no creer en Dios carece de importancia para efectos de lo que aquí intento expresar. Lo esencial es el significado de la expresión. La persona convoca al Creador y solicita para nosotros su bendición. Como si esto fuese poco, añade, con el me, un encargo especial, le dice a Dios: «Y trátemelo con cariño, porque es persona próxima a mi corazón». ¿Qué más podría pedirse?
Todo esto no es más que una codificada forma de decir «te quiero». ¿Agape, caritas, philias, eros? No importa. Es amor. Expresiones así sostienen el mundo. Pequeñas constelaciones de palabras que perfuman la vida, que operan como bienaventuranzas cotidianas en una sociedad donde el odio y la agresión campean soberanos.
No espero nada del dios en cuyo nombre he sido bendecido. No sé si creo o descreo de él. A veces creo, a veces no. En el transcurso de un día, lo habitual es que descrea durante veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos. Pero el minuto en que creo es inexpresablemente hermoso.
Emoción humana. De toda suerte, ese no es el punto. Más me interesa mi taxista que un dios, por decir lo menos, dudoso. Es llamativo: el testimonio y la fe de la gente simple me acercan más a Dios que las Confesiones del Águila de Hipona, la prueba ontológica de san Anselmo y Descartes, las argucias racionales de Pascal sobre la «grandeza del hombre con Dios», la doctrina kierkegaardiana sobre la plenitud del estadio religioso del ser humano, los escritos de Chesterton, la fracturada fe de Unamuno, el encendido pietismo de Claudel o el «existencialismo cristiano» de Gabriel Marcel.
Siento, intuyo que, en materia de fe, más probablemente se equivoque un intelectual armado del más formidable arsenal teórico que un hombre de la calle, acaso capaz apenas de leer y escribir.
La fe anida naturalmente en este tipo de espíritus, y creo que ello ha de ser por buena razón. Siento un respeto profundísimo por el Blasillo de San Manuel Bueno mártir, de Unamuno, que se duerme para siempre en el seno mismo de la iglesia, virgen de toda duda, y al arrullo de su fe de niño.
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Creo en la fe de la gente sencilla, me hace creer a mí también. Esa fe no crecería dentro de ellos naturalmente si no estuviese sustentada por una verdad profunda. La función y la necesidad crean al órgano; no estarían dotados de esa vocación de fe si aquello en lo que creen fuese falso.
La fe del teólogo o el intelectual es un complejo constructo cultural alimentado por mil lecturas y cavilaciones que pugnan entre sí y se estrellan una y otra vez contra el punzón de la duda. La de la gente sencilla es una fe pura, casta, virgen de aporías, disonancias y contradicciones; un hontanar, un límpido arroyo, casi un órgano suplementario del que están dotados sus mentes o sus espíritus.
La razón es parlanchina y narcisista, habla y habla porque le gusta oírse hablar… es preciso silenciarla y prestar oídos al mundo.
Deseo igual pero protocolario. Y es sin la convicción profunda y espontánea con que me bendicen que suelo responder a los taxistas: «Sí, y que Dios me lo bendiga a usted también».
Comparado al fervor de sus palabras, mi fórmula suena huera, protocolaria, cuestión de mera urbanidad. Es mi manera de decirles cuánto los quiero y a qué punto me conmueve su gesto, eso es todo. Pero los hombres de fe son ellos, no yo.
He sido bendecido por cientos de taxistas. En Costa Rica, la expresión característica es «que Dios me lo bendiga», aunque ocasionalmente puede uno también oír «que Dios me lo acompañe», «que Dios me lo guarde» o, menos común, «que vaya con Dios».
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La última no tiene ni de lejos la resonancia fraterna de las otras, y ello precisamente a causa de la ausencia del pronombre.
Con frecuencia me hablan de Dios, los taxistas. A menudo descubro sobre los chasís de sus vehículos estampas devocionales, una biblia o pequeños íconos religiosos.
Siempre he aprendido de ellos, de su particular vivencia de lo divino, que, por principio, es radicalmente diferente en cada caso. ¿Ingenua, simple, irreductible, natural? Sin duda. Pero eso no la descalifica. Antes bien, la magnifica a mis ojos.
Nunca los contradigo, nunca intento desevangelizarlos, desflorarlos espiritualmente. En primer lugar, carezco de armas para ello y, en segundo lugar, no tengo ni el deseo ni el derecho de hacerlo.
Muy por el contrario, aguzo los oídos, escucho sus testimonios, porque rara vez se trata de argumentos, y me dejo brezar por ellos. Me gustaría que me convirtiesen. Las esclusas de mi alma están abiertas a toda revelación. Pero no ha sucedido.
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Entretanto, me dejo bendecir. Cada vez que sucede, me siento más alto, más bello, más limpio, más digno. Si ellos tuviesen, en efecto, un vínculo privilegiado con Dios, quizás sus palabras sean oídas y, en efecto, las bendiciones que piden para mí no sean estériles.
No solicitan que Dios me cubra de riquezas y bienestar. Piden, simplemente, que me bendiga. No puedo, ni remotamente, concebir un deseo más bello, más preñado de significado, más glorioso.
Como yo no tengo un dios al cual encomendarlos, me limito a escribir sobre ellos. La literatura es siempre hija de la derrota, sospecho. Y con este testimonio les regalo mi palabra, que es, quizás, lo único que de mí vale. Mi humana, muy humana, exiguamente humana bendición.
El autor es pianista y escritor.