Cuenta el dramaturgo Bernard Shaw, en su obra César y Cleopatra (1899), que en el año 48 antes de Cristo, en medio de una errática maniobra bélica, los soldados romanos incendiaron la Biblioteca de Alejandría.
Un hombre llamado Teodoto llegó entonces hasta el emperador para pedirle que sus legiones extinguieran el fuego que habían provocado. “¡César —le dijo—, está ardiendo la memoria de la humanidad!”. Viejo y desencantado, harto de glorias y traiciones, Julio César exclamó desde la cima de sus 54 años: “Déjala que arda, es una memoria de infamias".
El episodio que recrea Shaw sobre la destrucción de cientos de miles de libros invaluables se recuerda con frecuencia como una de las peores tragedias culturales de nuestra historia. Algunos cronistas afirman que la Biblioteca de Alejandría fue reconstruida poco tiempo después y que su destrucción definitiva ocurrió en el siglo III de nuestra era. Otros extienden considerablemente su vida y afirman que fue destruida en el siglo VII por el califa Omar.
¿Qué perdimos en el incendio de la Biblioteca de Alejandría? ¿Por qué nos interesa hoy ese suceso? El fuego de Alejandría adquiere una vigencia significativa en relación con los miles de incendios que arrasan los bosques de Australia desde setiembre del año pasado. Se calcula que, hasta hoy, se han quemado más de 6 millones de hectáreas —una extensión mayor que la de Costa Rica— y han muerto cerca de 500 millones de animales. Las cifras son extremas y estremecedoras.
La tragedia de Alejandría puede homologarse a la de Australia mediante una sencilla operación que consiste en imaginar un libro en combustión en lugar de cada árbol que arde y una biblioteca en llamas en lugar de cada bosque incendiado. Una vez llegados a ese punto, es posible visualizar catedrales, farmacias, museos y escuelas al lado de las bibliotecas en llamas. Así, entendemos de golpe que la tragedia ecológica de nuestros días es también una tragedia cultural. Ahora, solo es necesario detenerse un poco en el contexto y los detalles.
La vida secreta de los árboles. Los incendios forestales son frecuentes durante el verano en Australia y tienen una causa principal: un fenómeno que los meteorólogos conocen como el dipolo del océano Índico. Sin embargo, durante los últimos años, los efectos del dipolo han empeorado significativamente debido al cambio climático. Por ejemplo, en algunas zonas del país han desaparecido poco a poco las lluvias, facilitando que los incendios avancen a toda velocidad y devoren amplias extensiones de terreno.
Australia es uno de los máximos exportadores mundiales de combustibles fósiles y uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero per cápita del mundo. El primer ministro australiano, Scott Morrison, se ha convertido en el principal blanco de las críticas de muchos de sus ciudadanos debido a sus declaraciones negacionistas del cambio climático y a su pobre política ambiental.
Una política ambiental básica entiende que somos parte de la naturaleza y que no podríamos sobrevivir al margen de ella. Como afirma el español Joaquín Costa, en su libro El arbolado y la patria (1912), a los árboles se lo debemos todo, de principio a fin: “Al nacer, nos reciben cual madre cariñosa en las cuatro tablas de una cuna; al morir, nos recogen cual clemente divinidad en las cuatro tablas de un ataúd".
Los árboles nos proporcionan oxígeno, medicinas, textiles, alimentos, madera y un largo etcétera. Existen árboles mágicos y sagrados en prácticamente todas las tradiciones del mundo. Lo árboles se comunican y se cuidan entre ellos, tienen memoria y sienten dolor, como cuenta el guardabosques alemán Peter Wohlleben en un bestseller titulado La vida secreta de los árboles (2015).
Es mucho lo que conocemos, pero aún más lo que desconocemos sobre los árboles. La pregunta sobre qué perdemos en los incendios de los bosques australianos equivale a preguntarse qué perdimos en el incendio de la Biblioteca de Alejandría. ¿El segundo libro de la Poética de Aristóteles? ¿Una parodia de la Odisea escrita por el propio Homero? En ambos casos, existe la certeza de que no sabemos lo que hemos perdido y de la necesidad de prevenir futuras pérdidas.
Toda la memoria del mundo. En 1956, el cineasta Alain Resnais dirigió un documental sobre la Biblioteca Nacional Francesa titulado Toda la memoria del mundo. En ese filme, Resnais reflexiona sobre los libros y las revistas, sobre la cultura, el pasado, la felicidad y, por supuesto, la memoria.
En 1962, el antropólogo Claude Lévi-Strauss ubica las raíces de esa memoria en un tiempo que precede en milenios a la aparición de la palabra escrita, en un ensayo que titula, con cierta ironía, El pensamiento salvaje.
Los seis años que median entre las publicaciones de Toda la memoria del mundo y El pensamiento salvaje representan un salto fundamental en la conciencia y el reconocimiento de que los pueblos originarios de nuestro planeta albergan un conocimiento científico, sofisticado y ancestral, que amplía el conocimiento que se conserva en nuestras bibliotecas.
En palabras de Lévi-Strauss, “para elaborar las técnicas, a menudo prolongadas y complejas, que permiten cultivar sin tierra, o bien sin agua, cambiar granos o raíces tóxicas en alimentos, o todavía más, utilizar esta toxicidad para la caza, el ritual o la guerra, no nos quepa la menor duda de que se requirió una actitud mental verdaderamente científica, una curiosidad asidua y perpetuamente despierta y un gusto por el placer de conocer".
Los pueblos originarios entrañan un conocimiento profundo y valioso. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), los pueblos indígenas gestionan un tercio de los bosques del mundo y conservan en ellos el 80 % de la biodiversidad del planeta. Razonablemente, la FAO considera a esos pueblos aliados imprescindibles en la búsqueda de soluciones contra el cambio climático.
El calentamiento global trae consigo la urgencia de adoptar nuevas estrategias y de recuperar el conocimiento que conservan nuestros pueblos originarios. Eso supone, previamente, la elección de líderes capaces de escuchar y razonar, de aprender y comprender. Es decir, líderes ubicados en el extremo opuesto de figuras como Scott Morrison, Jair Bolsonaro y Donald Trump.
Bernard Shaw imaginó a un emperador soberbio e ignorante, que no se inmuta ante el fuego que consume el patrimonio cultural de su tiempo. En ese gesto imaginativo, anticipó a los líderes más nocivos del presente, cuya prepotencia frente a la crisis climática se mide en hectáreas arrasadas por el fuego: más de 6 millones en Australia, hoy; 900.000 en la Amazonia brasileña y 800.000 en California, Estados Unidos, en el 2019.
Lo que arde en los bosques de esa isla continente que llamamos Australia es la cultura, el conocimiento, la ciencia, el patrimonio y la educación. No necesitamos solamente más bomberos y guardabosques, más hachas, mangueras y camiones cisterna para enfrentar la tragedia. Necesitamos, además, y ante todo, líderes que sepan leer un libro, un árbol, un bosque y un ecosistema. De eso depende nuestra supervivencia.
El autor es cineasta.