Se acerca la Navidad y buscamos en el aire otros olores. Aire de coníferas, de velas encendidas cuyos aromas nos recuerden tradiciones religiosas o experiencias domésticas.
El olor del plástico nuevo, por ejemplo, nos conecta con algún juguete que tuvimos; la masa de maíz que comemos en un restaurante evoca la olla de algún familiar que removía los ingredientes hasta que cuajaran, junto con el cerdo condimentado y el olor y la textura imborrables de las hojas de plátano que envuelven, dichosamente todavía hoy, los tamales en esta parte del mundo.
Cada quien tendrá su recuerdo según sus prácticas y experiencias. ¿Cuántos de estos olores son percibidos con intensidad realmente y cuánto es resultado de otras percepciones pasadas o que nos contaron que eran percibidas y nosotros las incluimos en nuestros recuerdos para, desde allí, distinguir los nuestros en una cadena epigenética de familias y grupos?
Construimos nuestra identidad desde el pasado mediante cada detalle que experimentamos. Por eso, el ayer del ser humano es único y diverso, siempre en invención, como debería ser el presente. A pesar de los patrones que se repiten, ya nadie puede negar la fuerza del ambiente en la construcción biosocial, biopolítica de las sociedades.
¿Qué pasaría si no fuera así? ¿Si cada uno de nosotros tuviera un mismo pasado sin olores, sin sensaciones diferentes a los demás? Estamos hablando del reino del monocultivo cultural. Una realidad cada vez más cerca y tiene una larga lista de consecuencias.
Comparación. Refresquemos antes la imagen de un monocultivo agrícola. Soya, palma, piña. Todos estos productos degradan el suelo y lo contaminan, impidiendo que otras especies se desarrollen y, con ellas, el ecosistema de insectos, pájaros y otros animales que coexisten cooperando para la reproducción.
Los monocultivos son débiles, biológicamente hablando. Necesitan agroquímicos constantemente, pues no se han fortalecido gracias a la diversidad de especies. Podría decirse que es una vida asistida y dependiente del dueño. Las plantas no se autodefienden. De hecho, en la naturaleza, la mejor defensa es la cooperación.
Cambiemos ahora la imagen por la del monocultivo cultural. Podemos empezar por las cadenas alimentarias, hamburguesas, cafés, pizzas, helados; seguir con las de ropa, zapatos, muebles, autos, máquinas, celulares, etc.
No es necesario continuar nombrando para sumergirnos en el mundo de las marcas y ahogarnos en sus envoltorios. Tenemos la prueba de alguna marca cerca. Lo que no tenemos tan evidente es cómo se va rompiendo el tejido cultural diverso para que gane más terreno lo que llamo el monocultivo cultural.
Capitalismo. Inicialmente, parecía políticamente muy bueno empoderar la cultura con el ropaje de la industria y el comercio, y muchos gobiernos lo han visto así. La idea de elevar los bienes culturales a industria de la cultura y economía naranja ha sido el silbido de salida para una carrera por la capitalización de la cultura, en la cual muchas empresas han visto crecer sus ganancias conforme se apoderan de la cadena de valor del mercado.
Así, han ido apareciendo múltiples empresas culturales, pero, si bien son locales y se automantienen, las que en realidad ganan dinero y terreno son las transnacionales, que generan marcas con los mismos insumos culturales mejor empaquetados y con un mercadeo eficiente.
Se crean productos que se encadenan en sus tendencias de valor, estética y éticamente hablando, en vez de que la creación humana sea el motor de sus productos. Sellos discográficos con sus contenidos musicales, editoriales con sus contenidos literarios, plataformas para películas, experiencias de viajes, dietas y hasta tendencias sociales como el veganismo, el naturismo, la meditación o el mindfulness y el fitness, entre muchos otros, se han visto consumidos en el monocultivo de lo cultural, donde muere lo diverso y se desarrolla la tendencia que comercializa la transnacional gracias a las actuales herramientas de marketing.
El bestseller no solo se encuentra en los libros. Se halla, primero, en las prácticas de vida de todos y es precisamente desde la mente de donde se manda la orden de compra del siguiente y el siguiente, en una degradación rápida de los bienes y del sujeto.
Protección del patrimonio. El crecimiento de los monocultivos ocurre alrededor del mundo homogenizando el paisaje del presente cultural y, por tanto, del pasado por venir. Nadie escapa, sobre todo si los Estados no adoptan planes de contención. Leyes que protejan el acervo patrimonial, los libros, el cine y tantos otros intangibles. Programas que fomenten la identidad, lugares para practicar estas artes y valores para que no ocurra que luego nadie sepa qué es un tamal y, menos, cuál es el olor de las hojas de plátano, del café recién chorreado o de la goma sobre una cartulina en Costa Rica.
La conciencia que deben tener los políticos de este hecho es tan crucial como la que deben tener sobre la existencia de los monocultivos agrícolas porque, si los seres humanos seguimos así de indefensos, cada día seremos más incapaces de autodefendernos; olvidaremos quiénes éramos y, por tanto, no valoraremos ni mantendremos vivo el patrimonio identitario, donde lo que somos viene del presente, pero también de lo que éramos y va hacia el futuro de lo que seremos.
Ser parte del monocultivo cultural nos vuelve dúctiles ante el mercado y hace crecer solo lo que los mismos insumos nos programan para consumir.
Un único cultivo se consume a sí mismo y su crecimiento y extensión tocan los límites de lo moral, lo legal y lo ideológico, indefectiblemente. Es dependiente y necesita de quien lo consuma para seguir como todo el arsenal de adictivos comerciales para mantenerse en operación porque, como la piña, sin diversidad no se mantiene.
Me queda mucho por decir sobre este tema. Con el monocultivo cultural se muere la invención, se muere la creación y se dispara la enajenación.
Ser vigilante y cuidar la extensión de las cadenas comerciales en los procesos educativos y culturales es fundamental para las nuevas generaciones, tanto como fomentar el pensamiento, el razonamiento y la creatividad. Caminos que fortalecen la dimensión humana de las sociedades.
La autora es escritora y filósofa.