La propiedad, por aquí tiene sus bemoles. En su largo camino desde Roma hasta la península ibérica, fue perdiendo una ruedita. Para Julio César y demás, el asunto era proprietas.
Lo proprius definía la pertenencia del macho, que podía incluir un eventual pedazo de terreno, ojalá algo construido, con enseres, y la mujer. ¡Vaya!
La Real Academia, que constata y a lo sumo orienta, para propiedad señala el «derecho o la facultad de poseer alguien algo y disponer de ello dentro de los límites legales».
Pero por aquí, y hablando con propiedad, surgieron filibusteros de nuevo cuño. Sí, en este intermontano valle de lágrimas y alegrías, más de medio centenar de encargados de hacer cumplir la ley son expertos en recomendar portillos laterales. ¡Vaya! La propiedad propiamente mancillada.
Todo empieza con la devaluación de la propiedad en los vocablos. En cualquier esquina, en un garaje también, usted y yo podemos montar una universidad donde al alumno, asiduo en pagos trimestrales, le dan un cartón para que, a su vez, siga propagando la farsa.
¡Peor! Sale uno fresco como una lechuga, de una vez con doble nomenclatura para una placa más larga: abogado y notario. ¿Habrá tiempo para algún cursillo rápido de ética?

Curiosidades. Si algo va con todas las de ley, como dicen, puede que sea propiamente ilegítimo. Increíble, en el medio, la inocente frasecita «¿está legal?» puede que totalmente refiera a lo bonito de su camisa.
Vivo en San Pedro de montes de curiosidades. Mi calle sin salida, pues dicen que es privada, pero igual tenemos dos postes de alumbrado público y medidores de agua, cada uno.
Entran vendedores, policías y gente de dudoso aspecto, últimamente, ya no chiquillos del colegio Vargas Calvo a fumar un pitillo o a satisfacer un ímpetu de besuqueo. Y uno queda confundido respecto de la elasticidad entre lo propiamente privado y lo notoriamente público.
Eso no es todo, ignoro si la vereda de mi propiedad todavía me pertenece, pero —hijo, qué cómodo—, según los nuevos vientos, esos metros cuadrados ahora son municipales, ergo, el ciudadano, de por sí tan patológicamente flojo con su deber cívico, si antes barría en la casa, pero tirando todo a la calle, ahora no le dicen mu por dejar todo al garete, fuera. ¡Pa’eso hay barrenderos!, dirán.
Nuevo modalidad. Pero qué dejadez, además, si ya con estupor constataba que los vecinos tiran su basura de cualquier modo y a cualquier hora a la calle, con mayor razón uno, que paga impuestos municipales, se da cuenta de que gracias a mis reales, por doquier, hasta pegados a ese hidrante, los diligentes empleados oficiales, en lindos y sólidos bolsos azules, recogen el reguero antiecológico de tanto parroquiano flojo. Adiós compromiso ciudadano, responsabilidad individual, ciudadana, en la ciudad.
También, en la nueva modalidad posmoderna, uno encuentra publicidad en postes, en cabinas del Instituto Costarricense de Electricidad recién puestas, con dibujitos groseros e insolentes.
El muro de uno sirve a tanto garabato indecente de otros; solo también a veces, ¡palabra!, por algún excepcional talento pictórico, estoy por contratar a algún artista de esos.
El problema entonces no es la falta de talento, sino la falta de permiso del propietario, el reguero de brocha gorda, tarros y demás que también obsequian con propia prestancia.
En el folclor local, van también todas las empresas de cable (incluido el ICE), dejándonos todos los restos (ganchos, tornillos y demás) que terminan en nuestra vereda.
Con perdón de Newton, ¿será mayor la fuerza de gravedad por aquí? Sí, sí, la calle es de todos; por eso, también, es mía. ¡Más respeto, si son tan amables!
Pese a nuestro ombligo dizque educado, en tantas esferas florece cada vez más lo impropio. Como el chofer que, parqueado ocupando dos campos, en teletrabajo, supongo, motor prendido durante varias horas, aprovecha para contaminar nuestro aire común y silvestre con el suyo «condicionado».
Aparte de su ruidoso motor, su egoísmo es propiamente patológico. Hablando con propiedad, ineducados somos, la mayoría, cada vez más.
El autor es educador.