Inefable país, donde el Ministerio Público secuestra los teléfonos celulares y la computadora del presidente de la República, en un intimidante despliegue policial parecido a una vistosa marcha de zarzuela.
O donde la Contraloría General, “institución auxiliar de la Asamblea Legislativa en la vigilancia de la Hacienda pública”, juez y parte, con la venia de la Sala Constitucional, aleja de sus cargos a ministros de Gobierno y los inhabilita para el ejercicio de funciones y cargos públicos, cosa vedada a la propia Asamblea, el órgano auxiliado, ni mediante la censura, prevista en la Constitución para el caso de que aquellos que “fueren culpables de actos inconstitucionales o ilegales o de errores graves que hayan causado o puedan causar perjuicio evidente a los intereses públicos".
Pasemos la página. ¿Caduca la forzosa reserva que protege los secretos de Estado o habrá un resquicio legal aprovechable para condenar a quien divulga una anécdota creyendo que, aunque nadie la sepa, pasó de ser secreto a ser historia?
Casi mediada la década de los ochenta, en el clima de hostilidad que envenenaba las relaciones entre Costa Rica y Nicaragua, se me acercó nuestro viceministro de Relaciones Exteriores, querido amigo que tanto echo de menos, y me habló de su interés en que se remediase esa situación en beneficio de la convivencia civilizada.
A mi amigo se le había ocurrido que un intercambio privado de cartas cordiales entre los presidentes de ambos países, concebido de buena fe y de común acuerdo, podía rebajar la virulencia del conflicto y abrir un cauce para posibles entendimientos.
¿Y qué pinto yo en este asunto?, le dije. Pues, que tenés que escribir las dos cartas, me contestó.
La idea, naturalmente, era que, antes de suscribirlos, ambos dignatarios conocieran el texto que cada uno recibiría a cambio.
Escribí las dos cartas y me olvidé de ellas, suponiendo que la operación concordia estaba destinada al fracaso. Pero días después, mi amigo me las mostró debidamente firmadas, tal como en efecto se habían cruzado entre los dos presidentes.
Qué se hizo de ellas, no lo sé; tampoco, si cumplieron su cometido y contribuyeron a alejar el fantasma de la confrontación entre ambos países, que tiempo después disipó la política pacifista de la siguiente administración.
Ahora, que tengo el temor de que nuestro pacto político decline, y pudiéramos no encontrar rutas de entendimiento que lo preserven, me anima repetir: inefable país, mucho menos ideológico que idiosincrásico. A su manera, pragmático.
El autor es exmagistrado.