Alexis de Tocqueville, después de haber recorrido Estados Unidos y Canadá en los años treinta del siglo XIX, escribió su obra «La democracia en América», un clásico de la ciencia política, donde contrasta el sistema de gobierno de esos países con el de Francia.
En la obra, destacó cómo la carencia de una aristocracia apoderada de la tierra promovió una igualdad relativamente pronunciada, basada en el acceso a los medios de producción y la autoorganización de las comunidades, lo que elevó la importancia de los estadounidenses comunes en el acceso al poder político y promovió la descentralización del poder.
Esta obra contribuyó a generar y difundir el concepto de capital social como un componente del desarrollo y la democracia. No obstante, a pesar de su amplia difusión en textos de política y filosofía, no fue operacionalizado y, por ende, no era considerado por los economistas en los proyectos de desarrollo.
Fue a raíz del estudio de Robert Putnam sobre la descentralización en Italia, «para hacer que la democracia funcione», que dicho concepto adquirió legitimidad teórica y operativa.
Putnam resaltó, entre otros factores, la importancia de la cantidad de organizaciones autónomas como elemento explicativo del desarrollo regional y realizó la primera operacionalización del concepto de capital social.
A partir de entonces, dicho concepto empezó a evolucionar y ser tomado en cuenta por el Banco Mundial y otras agencias de desarrollo, como elemento operativo.
Es interesante que, a pesar de haber aflorado y ser incorporado como categoría de desarrollo para auscultar las condiciones regionales o locales favorables existentes y estimular con políticas o servicios la organización, los llamados organismos de desarrollo no le han dado la debida relevancia ni han ponderado las condiciones existentes que estimulan y acompañan los procesos genesíacos de organización. Estas condiciones actúan tanto para impulsar como para desalentar.
Las reformas agrarias posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en Japón, Corea y Taiwán, promovidas por Estados Unidos, en parte por la urgencia política de entonces, pero fundamentalmente para estimular el desarrollo de los mercados internos cautivos por las estructuras agrarias latifundistas, empoderaron con medios de producción a amplios sectores campesinos y contribuyeron a crear una clase media que incidiría después en las transformaciones políticas de esos países.
Otra suerte corrió la reforma agraria llevada a cabo con fondos del Programa Alianza para el Progreso, cuyo fin era contrarrestar la Revolución cubana. Los fondos de este multimillonario programa administrados por los Estados latinoamericanos se utilizaron, en muchos casos, para «colonización». Esta resultó en la compra de fincas de los políticos a buen precio, para asentar a los campesinos en las remotidades, sin vías de comunicación y sin servicios básicos.
La decisión política de una reforma agraria hecha por el poder militar de la ocupación funcionó en Asia, donde empoderó a los beneficiarios, pero no en América Latina, donde la resistencia de las estructuras de poder la transformó en una forma más de hacer negocios para la élite.
La resistencia es inherente a la configuración de la estructura social e institucional latinoamericana. Hay que recordar que las repúblicas latinoamericanas fueron producto de la sublevación de los criollos descendientes de los conquistadores, cuando se vieron relegados a un segundo plano por los privilegios que la corona española daba a los peninsulares para la gestión y acceso a las riquezas.
Los fundadores de estas nuevas repúblicas eran los dueños de las tierras, minas y otros medios de riqueza. No incluían, más que formalmente, a los indígenas y esclavos que no tenían peso económico.
Las repúblicas latinoamericanas nacieron «con los dados cargados». Los criollos ocuparon todo el espectro de poder y las grandes mayorías étnicas eran incluidas solo como carne de cañón en los combates por la independencia y las múltiples guerras civiles.
Este desequilibrio de pesos e influencias sociales es el que ha influido en las relaciones de poder en nuestra América y es un problema que solo se superará con soluciones sistémicas: políticas audaces que estimulen la producción en la tierra de vocación agrícola, subutilizada en grandes latifundios; con programas de educación y capacitación, de buena calidad, incluyentes de los excluidos de siempre; e incorporando a los excluidos a la elaboración de proyectos de organización y capacitación masiva, que, en simbiosis con los técnicos institucionales, encuentren vías de superación y capacitación, que les ayuden a generar ingreso y dinamizar tanto las economías locales y regionales como la nacional.
¿Es posible construir capital social con la participación activa de los excluidos? Si se actúa en el sistema, rompiendo los círculos viciosos de exclusión, aprovechando las amenazas al tejido social y las coyunturas nuevas que se abren con los flujos migratorios, es factible.
Reorganizar la política social como factor de desarrollo sistémico que promueva la inclusión con educación y oportunidades es una pieza fundamental de la reforma institucional, que facilitará la creación de repúblicas democráticas que garanticen bienestar y sostenibilidad social y ambiental.
De otra forma, el narcotráfico, apoyado por los excluidos y desesperados, irá tomando los poderes locales y nacionales de los Estados fallidos.
El autor es sociólogo.