Esta es una época extraña en que el ruido se impone al argumento, el estilo aplasta el fondo y la política se reduce –cada vez más– a un show mediático de impactos visuales, frases hirientes y gestos de suficiencia. En medio de este teatro de espejos, fanfarria y pirotecnia, los medios de comunicación enfrentan una responsabilidad histórica: dejar de validar, de una vez por todas, el efectismo vacío que se disfraza de eficacia. Y sí, me refiero al presidente Rodrigo Chaves y a su lamentable rebaño.
No es inocuo que en algunos medios de todo tipo de alcance, ciertos comunicadores –profesionales, y también de los otros– repitan, con admiración apenas disimulada, frases como “no hay políticos que le lleguen al nivel de efectividad del presidente” o que “el presidente ni se despeina ante la oposición”.
No lo es porque esas frases no solo legitiman un estilo –por demás antidemocrático–, sino que proyectan una idea profundamente equivocada de lo que significa gobernar bien. Se nos quiere hacer creer que eficacia es sinónimo de confrontación, que ser firme implica insultar, y que el liderazgo consiste en atropellar al que piensa distinto. Nada más peligroso; nada más falso.
Lo que Chaves ha mostrado con creces es su habilidad para el efectismo: golpes discursivos diseñados para impactar, polarizar y consolidar adhesiones emocionales. Lo suyo no es la construcción institucional, sino el antagonismo permanente. No hay una agenda pública clara, sino una estrategia de desgaste: a la prensa se le denigra, a la academia se le ignora, a la Asamblea se le menosprecia y a las instituciones públicas se les asfixia. Todo, bajo una fachada de “hacer que las cosas pasen”, aunque lo que pase sea el deterioro paulatino del Estado social de derecho.
¿Dónde están los resultados reales de ese supuesto liderazgo “efectivo”? ¿Dónde están los avances sostenibles en salud, educación, infraestructura o empleo? ¿Dónde están las políticas que perduren más allá del aplauso de las redes sociales? La verdad incómoda es que el presidente no gobierna con eficacia; gobierna con espectáculo. Lo suyo no es la transformación profunda, sino el manejo emocional del descontento.
Y aquí es donde los medios tienen una decisión moral ineludible: seguir repitiendo el libreto del oficialismo o comenzar a desmontar el espejismo con argumentos, datos y contexto. Porque cuando se eleva a categoría de virtud la capacidad de “no despeinarse ante la oposición”, se está normalizando el desprecio por la deliberación democrática: se banaliza el disenso; se caricaturiza el pluralismo.
Tampoco es casual que, en contraposición, el discurso sereno, pausado, respetuoso del otro y basado en argumentos, sea percibido como débil o “poco carismático”. Con cada titular y cada análisis complaciente, estamos educando a una ciudadanía que no distingue entre un buen gobierno y uno que dice serlo a fuerza de gritos, descalificaciones, afrentas, arengas, mentiras descaradas y posverdades.

Gobernar es entender la complejidad de los problemas públicos, construir puentes, crear consensos, y sobre todo, tener la humildad de saber que ningún poder es absoluto.
El proyecto político que Chaves impulsa, por más envoltorio de eficiencia que tenga, ha evidenciado un hilo conductor: desmontar las bases del Estado solidario, asfixiar las funciones públicas que estorban su narrativa y concentrar poder en una figura que se presenta como única solución frente al “enemigo múltiple”. Hoy es la Fiscalía General de la República, el Poder Judicial, las universidades públicas, los bancos del Estado; ayer fueron la Contraloría y la prensa: mañana puede ser cualquiera que no le aplauda.
La historia de América Latina ofrece ejemplos abundantes de líderes que iniciaron bajo esa lógica binaria y terminaron erosionando las democracias desde adentro. A esos líderes no los detuvo la fuerza popular, sino la resistencia institucional y el papel vigilante de una prensa que entendió que su labor no era complacer ni entretener, sino alertar, cuestionar y, sobre todo, no dejarse seducir por la espuma del momento.
Costa Rica no es inmune. Su democracia es fuerte pero no indestructible. Si permitimos que el discurso violento, confrontativo y efectista se convierta en el estándar aceptado del liderazgo político, estaremos debilitando los pilares mismos de nuestra convivencia. No por un golpe de Estado, sino por una lenta pero constante renuncia a exigir más.
Es tiempo de que los medios dejen de describir con fascinación al presidente que “no se despeina” y empiecen a preguntarse por qué, pese a tanto ruido, el país sigue sin rumbo. Los medios no están para amplificar ese ruido, sino para defender el derecho ciudadano a estar bien informado. No más altavoces del poder. No más complicidad involuntaria con quienes degradan el lenguaje, el respeto y la política misma.
Porque al final, cuando pase la tempestad mediática, lo que quedará será el saldo: una democracia más frágil, instituciones más débiles y una ciudadanía más cínica. Si no se detiene la validación, no será solo el presidente quien hable sin oposición: será la democracia misma la que pierda la voz.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.